Las consolaciones de la historia

Estarán justificados los temores de quienes ven un sombrío futuro para la humanidad? ¿Pereceremos por nuestra insensatez? ¿Estará justificada cualquier medida con tal de impedirlo, aunque sea carente de compasión y de respeto a la dignidad y libertad de nuestros semejantes? ¿Serán sabios, o dementes criminales, los tiranos que condenan a muerte, sin más, a todos los segundos génitos, diz para evitar la sobrepoblación, como han hecho los comunistas chinos y otros sátrapas?

La historia de nuestra especie está llena de consolaciones, tantas que hay que cuidarse de caer en la fácil complacencia, olvidando que, a pesar del éxito descomunal de nuestra estirpe, todavía quedan innumerables y urgentísimos problemas por resolver.

Hace diez mil años, cuando iniciamos los humanos la revolución agrícola, el orbe era capaz de mantener, en condiciones precarias, a solo cuatro millones de hombres. Hoy ese mismo orbe alcanza para cinco mil quinientos millones, es decir, ¡mil trescientas setenta y cinco veces más! Y no en las condiciones misérrimas de entonces, sino en abundancia impensable para nuestros ancestros.

Los magnates de las edades pasadas, Enrique VIII (1491-1547), Isabel la Católica (1451-1504), Carlos V (1500-1558), por citar algunos de los más connotados, tienen en común... ¡no haber alcanzado la edad mínima para jubilarse en el seguro social! Algo que en nuestros tiempos y en un país tercermundista, logra cualquier hijo de vecino.

Gracias a nuestro ingenio y laboriosidad colectivas hemos dotado de fecundidad a un planeta incapaz, antes de nuestra aparición, de sorportar tan copiosa existencia de vida. Los infantes de países pobres, como el nuestro, tienen hoy expectativas de vida de 76 años; nuestros vástagos no nacen para morir casi de inmediato, como era su destino otrora, sino para madurar y dar frutos de humanidad, de compasión y de abundancia.

No sólo la mera existencia en números apretujadísimos es nuestra gloria, sino la calidad de esa vida, hoy en día incomparablemente mejor que la de antes. Por ejemplo, quienes usamos anteojos, si hubiéramos sabido leer allá por el mil doscientos, cuando no había disponible para nadie, ni luz suficiente en las noches, ni cómo corregir los males de la vista, no habríamos sido lectores, sino escuchas; no habríamos podido leer, sino cuando mucho oír lo que otro nos leyera, de dar con alguien que supiera leer, que serían bien pocos; igualmente en lo de oír música: alguno de los primeros reformadores socialistas puso, como programa para la felicidad humana universal, que cada hombre pudiera escuchar, cada día, una hora de música, cosa impensable hace doscientos años, pero que ya logramos, gracias a nuestra hazaña colectiva. Los sexagenarios recordamos, con estremecimientos de horror, la situación de nuestros campesinos por los años treintas y cuarentas. Hoy, incluso si admitiéramos --con los pesimistas--, que las distancias entre pobres y ricos cada vez sean mayores, tendríamos que admitir que el tenor de vida de los pobres es de pobreza conforme a los estándares del dos mil, equivalente a la opulencia de los habitantes anteriores a la era de la Revolución Industrial. La inmensas muchedumbres de los pobres disponen de servicios, de bienes y de un modo de vida que haría palidecer de envidia a aquellos magnates de otrora, que no solo fueron incapaces de llegar a la edad de jubilación, sino que vivieron vidas carentes de las comodidades, hoy tenidas por descontadas por casi todos (sanidad, agua corriente, baño, lavado, iluminación, etc., etc.). ¡Magnífico desempeño!

Desempeño que resalta aún más si consideramos que antes de la Revolución Industrial, excedente agrícola escasamente llegaba al diez por ciento del producto, por lo que del ochenta al noventa por ciento de la población era campesina, es decir, trabajaba en la agricultura. Actualmente, en los países con más profundizada división del trabajo, el excedente agrícola es cercano al noventa y ocho por ciento del producto, por lo que escasamente el dos por ciento de la población trabajadora se dedica a la agricultura y, con la labor de ese cincuentavo del trabajo colectivo, podemos comer todos, adecuada y hasta copiosamente, en vez de como antaño, pues ya no hay --salvo por estragos naturales o mal gobierno--, hambrunas, que fueron el pan nuestro de cada día de nuestros ancestros. Como ese "milagro" ha sucedido en todas las actividades y no solo en la agricultura, hoy en día todos los materiales (los bienes) son abundantes, y escaso es (¡bienaventurada contradicción en los términos!) solo el más abundante, el trabajo humano, pues a pesar de ser hoy miles de millones, en lugar de los escasos cuatro millones de entonces, el trabajo del hombre cada vez comanda una remuneración real mayor y se cambia por más bienes y servicios que en toda la historia pasada.

Que esto haya sido así no es garantía de que continúe siéndolo y el gran reto que enfrentamos es el de saber discernir, sin sacrificar ni restañar la savia vital que ha hecho posible esta hazaña, sobre todo sin caer en la tentación de arrojar por la borda nuestra compasión y moralidad, cayendo en lesa humanidad como infortunadamente han caído los comunistas chinos y sus congéneres.

Lo logrado es hazaña y revolución, y como toda proeza y revuelta, dimana de superar los retos que se nos presentan día con día, sin menoscabar las raíces. Por ello, cuando enfrentemos los problemas cotidianos que esta explosión vital presenta, superémoslos sin entrar en contradicciones con la idiosincrasia cen que se sustenta, discerniendo, comprendiendo lo intrincado de la sociedad contemporánea, llevándonos por una experiencia ilustrada, y sin dejarnos arrastrar por los primeros impulsos o por opiniones manidas y desvinculadas de lo que nos ha hecho ser, como especie, héroes capaces de las proezas increíbles que hemos realizado.

Estas, las consolaciones que ofrece la historia.