Escribe Maquiavelo en El Príncipe que los hombres alcanzan el éxito más por la manera como se ajustan a lo que los tiempos autorizan, que por sus extraordinarios talentos. Julio II, el aguerrido papa que tanto éxito obtuvo en el Renacimiento con las armas en la mano, no habría alcanzado ninguna notoriedad en nuestros días, cuando las armas de un pontífice son la paz y la hermandad entre los hombres. Igual afirmación podemos hacer de Jacques Chirac, presidente de Francia.
Hombre de entendederas tan romas jamás debió de haber llegado a la presidencia de una nación tan culta como la francesa, salvo porque los tiempos lo han favorecido mucho; Francia se ha caracterizado por haber tenido a la cabeza del Estado a políticos tan finos como Raymond Poincare, Georges Clemenceau, Georges Pompidou o François Mitterand. Solo en estos días en que las ideologías andan tan de capa caída, se puede comprender que Jacques Chirac haya triunfado en las últimas elecciones francesas.
Cosa similar ha ocurrido en nuestro país con el político más poderoso que hoy tenemos. Desde siempre ayuno de ideas, cuando llegó a la presidencia de la República hace unos años, todo el mundo pronosticó un gran fracaso, pero... ocurrió lo contrario, porque de tonto no tiene un pelo. Es amo y señor del PUSC y condición sine qua non para que Figueres alcance algún grado de gobernabilidad. No hay duda de que los tiempos que corren, tan contrarios a las teorías políticas, le han servido el éxito en bandeja de plata; además, es bien sabido que cuanto menos pensamiento propio tenga un político costarricense, mejor se ajustará al neoliberalismo imperante que nos viene desde el exterior, ya listo para el consumo, como cualquier comida enlatada.
Como todos los políticos franceses posteriores a mayo de 1968, monsieur Chirac se proclama seguidor del general De Gaulle. Hasta el mismísimo François Mitterand cayó en la trampa de hacer una política gaullista, a pesar de tener tantos méritos propios. Lo que ocurre es que el hombre que reposa en Colombey les Deux Eglises fue física y espiritualmente muy grande, y su camisa no le viene bien a sus supuestos herederos, todos más pequeños que él.
El general De Gaulle suscitó admiración en el mundo entero por la manera como ganaba duras batallas con recursos mínimos. La más hermosa la que inició en 1940 en Londres, cuando proclamó "Francia ha perdido una batalla pero no la guerra", luego de la derrota frente a los nazis. La más espectacular, la que emprendió en la década de los años sesenta, cuando se empecinó en que Francia tuviera su propia bomba atómica, su "force de frappe", para presentarse como una de las grandes naciones del mundo. Al general De Gaulle le lucían estos arrebatos porque estaban generados por una gran fuerza espiritual que le nacía de sentirse uno y la misma cosa que Francia.
En cambio la prepotencia mostrada por el presidente Chirac es de naturaleza enteramente distinta. Este tardío imitador del general De Gaulle pretende fundamentar su política exterior, neocolonista, lanzando bombas atómicas en este final del siglo XX, que se caracteriza por una conciencia planetaria cada vez más fuerte; igualmente lo hace en el momento en que estamos conmemorando, con dolor, los 50 años de Hiroshima y Nagasaki. Con sus actos el presidente Chirac no sólo obstaculiza la difícil tarea de forjar una política exterior común a Europa, sino que incita a otros países a destinar más recursos a la defensa y menos al desarrollo.
Es posible que monsieur Chirac pretenda hacer de Francia la cabeza militar de una Europa bicéfala, con Alemania en el polo económico, pero esta es una visión propia de la guerra fría, ya superada. Por eso sus acciones son de mal gusto y "démodées", además de ofensivas para toda la humanidad; de ahí que le hayan ganado la repulsa de tantos hombres dignos dentro y fuera de Francia.