Ciertamente vivimos una época de ingobernabilidad en la que no hemos logrado establecer con claridad las normas de nuestro pacto social.
Cuando el rey Jorge V de Inglaterra, primo hermano del zar Nicolás II de Rusia, cambió a última hora de opinión respecto a otorgarle asilo en su país a la familia imperial rusa por temor a una reacción adversa de la prensa y opinión pública inglesas, jamás imaginó que su negativa equivaldría a firmar la sentencia de muerte de Nicolás, de la emperatriz Alexandra, de sus hijas Olga, Tatiana, Marie, Anastasia y del hijo menor Alexei de 13 años, así como de cuatro fieles servidores de la familia Romanov.
Dos famosas ciudades rusas, San Petersburgo y Ekaterinburgo fueron fundadas por Pedro el Grande en el siglo XVIII. La primera, bautizada por el soberano con el nombre de su santo patrono, le dio a Rusia una salida al mar, y la segunda, ubicada en la región de los Urales a solo 50 kilómetros al este de la línea divisoria entre Europa y Asia, habría de servir como centro de explotación de la inmensa riqueza mineral de la zona. A esta segunda ciudad, Pedro le puso el nombre de su esposa y futura sucesora al trono, Ekaterina.
En el siglo XVIII las cuatro quintas partes del hierro extraído y fundido en Rusia provenía de esa región. A esta riqueza ferrosa se agregarían poco tiempo después grandes cantidades de oro, plata y carbón, convirtiendo a Ekaterinburgo en una ciudad rica, famosa y orgullosa de sus valores cívicos. Actualmente es una urbe de casi dos millones de habitantes y uno de los centros industriales más importantes de la Rusia moderna. Desgraciadamente, su buena fama se vio de pronto ensombrecida por un escalofriante y trágico suceso ocurrido allí la noche del 16 al 17 de julio de 1918.
Cerca de la medianoche, Yakov Yurovsky, un oficial bolchevique al comando de un grupo de soldados, tocó suavemente la puerta que conducía a los dormitorios en la Casa Ipatiev donde los Romanov permanecían prisioneros desde hacía 78 días. El Dr. Eugenio Botkin, el médico personal de la familia, respondió, al llamado. Entonces el coronel Yurovsky le explicó en voz baja el motivo de su intromisión. Era necesario trasladar a toda la familia, junto con sus cuatro servidores (incluyendo a Botkin) al sótano del edificio porque tropas enemigas del Ejército Blanco se acercaban a la ciudad. Media hora después, Nicolás II de 50 años de edad con su hijo hemofílico en sus brazos, su esposa Alexandra de 46 años y sus hijas Olga de 22, Tatiana de 21, Marie de 19 y Anastasia de 17, esta última sosteniendo en sus brazos a su mascota Jemmy, un perrito de la raza Cavalier King Charles (por cierto, en Inglaterra aún está vigente una antigua ley según la cual se autoriza a una persona acompañada de un perro de esta raza a ingresar con el animal al Parlamento, probablemente en recuerdo del rey Carlos I, que solía hacerlo acompañado de su mascota) aparecieron vestidos en la puerta donde los esperaba Yurovsky. Acto seguido se dirigieron, obedeciendo sus órdenes, al sótano del edificio. Detrás de ellos iban sus cuatro servidores: el médico, el valet del Zar, la criada de la Zarina y el cocinero.
Una vez en el sótano, el coronel Yurovsky introdujo a las once personas en un pequeño cuarto con solo dos sillas en él. En una se sentó Alexandra y en la otra el niño Alexei. Les pidió a todos ubicarse de cierta manera porque les iban a tomar una fotografía. Hasta ese momento, según la versión del propio Yurovsky, no percibió en ninguno de los once prisioneros signo alguno de sospecha o angustia; no hubo gemidos de temor ni preguntas. Cuando terminaron de colocarse en dos filas de espaldas a la pared del fondo, en lugar de un fotógrafo con su trípode aparecieron once hombres armados con revólveres. En ese momento el coronel extrajo de su bolsillo un pequeño papel y leyó: "En vista del hecho de que vuestros parientes continúan su ataque contra la Rusia Soviética, el Comité Ejecutivo de los Urales ha decidido vuestra ejecución".
Nicolás se volvió para mirar a su familia y enseguida dirigiéndose a Yurovsky, preguntó: ¿Qué? ¿Qué? El coronel repitió rápidamente lo dicho e inmediatamente desenfundó su revólver y le disparó al Zar a boca de jarro. En ese momento todos los demás comenzaron a disparar. A cada uno de los soldados se les había indicado de antemano contra quien descargar sus armas. Ahora doce hombres (incluyendo al coronel) disparaban como locos, los de atrás sobre los hombros de los de adelante. Tal era la aglomeración de verdugos en aquel pequeño cuarto que algunos sufrieron quemaduras de pólvora en sus rostros y otros quedaron con sus tímpanos reventados.
La emperatriz y su hija mayor Olga trataron de persignarse pero no tuvieron tiempo. Alexandra murió inmediatamente sentada en su silla. Olga, el médico, el valet del Zar y el cocinero también murieron rápidamente.
Alexei y las tres hermanas más jóvenes quedaron vivos después de la primera descarga. Algunas de las balas, posiblemente al pegar en los corsés de las mujeres y en algunas joyas escondidas bajo sus vestidos rebotaban por todo el cuarto. Los ejecutores de la masacre, prácticamente enloquecidos por el cuadro de horror, continuaban disparando. Apenas visibles a través del humo, Marie y Anastasia se arrinconaron contra la pared levantando instintivamente sus brazos para protegerse de la lluvia de balas hasta caer desplomadas. Alexei, tirado sobre el piso, movía débilmente un brazo para cubrirse la cabeza mientras trataba de asirse a la camisa ensangrentada de su padre muerto. Uno de los asesinos se acercó a él y le lanzó un brutal puntapié en el rostro. El niño gimió y entonces Yurovsky terminó con su sufrimiento disparándole dos veces al oído.
Demidova, la criada de la Zarina, fue la última sobreviviente de la masacre. Entonces los verdugos en lugar de cargar de nuevo sus revólveres, trajeron unos rifles del cuarto contiguo y empezaron a acosarla con las bayonetas caladas. Presa del pánico, la pobre mujer gritaba y corría de un extremo al otro de la pared del fondo. En un último esfuerzo supremo y desesperado por eludir una muerte tan atroz cogió con ambas manos una de las bayonetas tratando de mantenerla alejada de su pecho. Cuando aún con vida cayó finalmente desplomada al piso, su cuerpo fue perforado con más de treinta bayonetazos.
Cuando toda la familia y sus cuatro servidores yacían muertos en el cajón de un camión para llevarse los cadáveres y enterrarlos en un sitio que habría de permanecer secreto durante más de sesenta años, alguien descubrió el pequeño perro de Anastasia con su cabeza aplastada de un culatazo. Cogieron el pequeño cuerpo del animal y lo tiraron en el camión. "Toda la operación", como el mismo Yurovsky la describió tiempo después, no duró más de veinte minutos.
Es imposible que por la ferocidad del ataque alguien haya podido salir de allí con vida. Por eso Ana Anderson, quien por muchos años trató de hacerse pasar por Anastasia, seguramente fue una impostora. Independientemente de los pecados del régimen zarista, oprobioso y tiránico por múltiples razones, la masacre de Ekaterinburgo quedará para siempre grabada en la historia como uno de los actos más crueles de las impiedad humana.