Los atentados en París tocaron mi corazón. Nunca he dudado de que de estas heridas Francia saldrá más viva, más fuerte, más pujante que nunca. Lo ha demostrado ya con los acuerdos de la COP21, en el marco de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático: “Francia cambió ‘deberá’ por ‘debería’ en el capítulo de obligaciones para que EE. UU. pudiera firmar el pacto de París”, una lectura inteligente y una actuación diplomática oportuna del canciller francés, quien “justificó el cambio como un error suyo a la hora de plasmar el texto” ( El País, 14/12/2015).
El resultado lo conocemos: 195 países adoptaron en forma unánime el primer acuerdo global para frenar el calentamiento global ocasionado por las emisiones de gases, con fuerza legal en el marco de la Convención, aplicable a todas las partes.
En este proceso para transitar hacia un modelo de desarrollo limpio, sostenible, nuestra compatriota Christiana Figueres fue clave, y gracias a ella la torre Eiffel lució un “100% Pura Vida” que emocionó a todos; incluso a los que, en este terruño, ni siquiera seguían los detalles de la cumbre.
El gran acontecimiento reunió no solo a jefes de Estado, sino también a activistas y artistas comprometidos, quienes visitaron el teatro Bataclan en homenaje a las víctimas y como acto de solidaridad con Francia, donde la vida sigue su curso entre flores y rezos, entre reuniones y arduo trabajo en todos los campos, con la esperanza de construir un mundo mejor para todos en lo ambiental y social.
Acercamiento. A Francia, yo aprendí a soñarla y a quererla en una vieja casa patrimonial de barrio Amón y, más tarde, en las aulas siempre libres del colegio donde, en cada acto cívico, canté La marsellesa.
Por ello, más de una vez me sentí indignada cuando, ante la solidaridad mundial contra los atentados terroristas en París, algunos –obnubilados por el fanatismo– se atrevieron a insinuar en las redes sociales, sobre todo, que ser solidario con la muerte de franceses era no ser solidario con los muertos de otros lares. Esto, además de ser absolutamente falaz, es humanamente ilógico.
Todos lloramos nuestros propios muertos. Cuando mi abuelita falleció, yo guardé luto de manera distinta al resto de la humanidad. Pero haber vivido esa situación, me hace entender y ser solidaria con quienes pierden a su abuelita, aunque no guarde igual luto por ellas.
Es lógico, entonces, conmoverse por los muertos propios de manera diferente que por los ajenos. Hemos puesto en nuestro corazón afectos. Igual ocurre, entonces, con quienes admiramos: algunos lloraron por John Lennon, otros sufren y lloran por el Real Madrid o por la candidatura de Donald Trump, o ¡por Francia!
Rezos. Por otro lado, me sorprendieron las reacciones de quienes parecen ignorar que en la Francia republicana también se reza. ¿Cómo es eso que “rezo por París”?, se preguntaban, omitiendo una historia con raíces hundidas en la tradición judeocristiana: Galia, la antigua Francia, la “hija primogénita” de la Iglesia gracias al bautizo de Clodoveo, fue el primer reino de fe católica en una Europa dividida entre arrianos y paganos.
Además, en el territorio francés existen varios sitios de peregrinaje, como el santuario de Lourdes y el de Lisieux, la catedral de Chartres, la iglesia de la Medalla Milagrosa y el más tradicional de todos: Montmartre.
En un país laico, las decisiones de Estado no se toman a la luz de dogmas particulares, pero la religión no resulta abolida, prevalece la libertad de las conciencias para que las personas se den el credo que quieran o ninguno, con total respeto.
Precisamente, los sitios más visitados según la Oficina de Turismo de París, en el 2014, fueron la catedral de Nuestra Señora de París (14,3 millones), la basílica del Sagrado Corazón (11 millones) y el Museo de Louvre (9 millones).
La iglesia de la Medalla Milagrosa (2 millones) superó otros santuarios. Para comparar, el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York tuvo apenas 6,1 millones de visitantes.
Ahora bien, desde los más remotos tiempos, Montmartre ha sido un lugar de culto y peregrinación. Los druidas galos y los romanos tuvieron templos dedicados a Marte y Mercurio.
Allí se construyó la iglesia de san Pedro, la más antigua de París. Santa Genoveva –alrededor de 475– convenció al pueblo parisino de construir una capilla en honor de san Dionisio (Saint Denis), quien fuera el primer obispo y apóstol de las Galias, y actual patrón de París, y quien murió martirizado en el 272 justamente en Montmartre.
La capilla fue sitio de peregrinación, además, por las osamentas de cristianos mártires anónimos que le dieron su nombre: Monte de los mártires.
En 1873, la Asamblea Nacional promulgó una ley que declaró de utilidad pública la construcción de una iglesia consagrada al Sagrado Corazón (Sacré-Cœur).
Como sitio de peregrinaje, personas, y también los gobernantes, han ido muchas veces a rezar a Montmartre por la protección de París y Francia.
San Dionisio no puede quejarse de falta de apoyo para cumplir su tarea de proteger la ciudad; precisamente porque la libertad implica respeto y no es contraria a la fe, desde el 1.º de agosto de 1885, la basílica del Sagrado Corazón ha tenido adoración eucarística continua, de día y de noche. La oración se detiene solo para oficiar misa y celebrar los oficios; a las 11 p. m., las puertas de la basílica se cierran, y los fieles inscritos previamente se turnan para la adoración, de hora en hora, también preasignada, hasta las 6 a. m.
Experiencia única. La basílica se halla construida en la cima. Desde ella se divisa París en su enormidad y belleza. La primera vez que recorrí su nave central caminé con la vista hacia la cúpula, atraída por el cristo más hermoso que jamás he visto.
Cuando escuché cantar los oficios, pensé que ese lugar era la antesala del cielo y, desde entonces, siempre que he tenido ocasión, he asistido a la misa nocturna (lo que no hago en Costa Rica).
También me sumé a la vieja tradición en una fría noche de invierno, en el año 2002: tras cerrarse las puertas de la basílica, las monjas nos dieron la bienvenida, nos contaron parte de la historia, nos informaron de la hora de nuestro turno y, finalmente, nos trasladaron a unos cuartos internos donde se nos entregó una cobija. ¡Podíamos dormir en unas sencillas y limpias camas!
Cada peregrino rezaría solamente una hora, en turnos como ha ocurrido en los últimos 130 años. El impresionante silencio era roto solo por la sinfonía propia del viento; la piedra del templo apenas si se detallaba con la luz de las velas. El Santísimo expuesto era la única compañía del peregrino de turno.
Esa noche, yo recé por París y por Francia, con la gratitud eterna que le tengo al país que me nutrió en mis años colegiales; por esa Francia grande, estandarte de libertad que inspiró así al poeta Paul Eluard: “Y por el poder de una palabra / yo recomienzo mi vida / nací para conocerte / para nombrarte / Libertad.
La autora es odontóloga.