El pasado 18 de marzo, en la Asamblea Extraordinaria de la Organización de Estados Americanos (OEA), resultó electo nuevo secretario general para el próximo lustro el excanciller uruguayo Luis Almagro Lemes, quien, a partir de mayo, sustituirá al chileno José Miguel Insulza, con casi 10 años en el cargo.
Valga señalar que Almagro fue el único candidato al puesto, lo que constituye un fiel reflejo de la grave crisis que vive la OEA desde hace casi dos décadas.
“No me interesa ser el administrador de la crisis de la OEA, sino el facilitador de su renovación”. Con estas palabras, Almagro se dispone a asumir el máximo cargo de la organización, consciente de que su elección como secretario general puede ser la última en la historia de este organismo fundado en 1948.
La crisis que experimenta la OEA tiene caras muy diferentes, y es claro que la deficiente gestión de Insulza vino a profundizar cada una de estas facetas, lo que minó la ya de por sí escasa legitimidad de la organización.
Crisis financiera. Ya desde 1998, el entonces secretario general César Gaviria alertaba a los países miembros sobre la “cruda realidad financiera” que amenazaba la continuidad de los programas y la ejecución de los mandatos de la organización en el futuro inmediato.
Sin embargo, más que un problema de fondos, el asunto radica en la estructura del financiamiento, la cual ha estado recargada desde sus orígenes en uno solo de los países miembros: Estados Unidos.
A pesar de las retóricas de muchos presidentes de América Latina, ninguno ha hecho los esfuerzos financieros necesarios para balancear los fondos estadounidenses respecto a los demás Estados miembros. Este punto es especialmente grave, en tanto los vaivenes en el Senado y el Congreso norteamericanos pueden un día, como ya se ha insinuado antes, reducir sustancialmente el financiamiento.
Estados Unidos, a pesar de hacer los mayores aportes al presupuesto de la organización, ha venido en los últimos años perdiendo el control de las decisiones que se toman en el Consejo Permanente y durante las asambleas generales.
Crisis de legitimidad. Durante la última década, han tenido lugar diversas coyunturas políticas en el continente, en las cuales el papel de la OEA ha sido opaco y marginal. Durante los rompimientos del orden constitucional de Honduras en el 2009 y de Paraguay en el 2012, así como las crisis diplomáticas entre Venezuela y Ecuador con Colombia en el 2008, y entre Colombia y Venezuela en el 2010, la actuación de la OEA fue burda y fútil.
Lo anterior confirma la poca legitimidad y capacidad operativa que tiene la organización para cumplir una función tan elemental como la de abrir los canales de diálogo necesarios para resolver de manera pacífica un conflicto.
Los Estados miembros dan preferencia a foros y organismos regionales para resolver sus diferencias antes que a la OEA, lo que refleja la escasa confianza que tienen en la organización para gestionar asuntos tan elementales y delicados.
Multilateralismo pluralista. La construcción de proyectos regionales y subregionales, desde el ALBA hasta la Alianza del Pacífico, dan cuenta del alto grado de pluralismo y dinamismo que experimenta la acción estatal coordinada en América Latina y el Caribe.
Esto encuentra su manifestación más ejemplar en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac). Esta iniciativa, que aún se encuentra en proceso de consolidación, puede constituirse en el foro que lentamente asuma las funciones que en un lejano pasado tuvo la OEA.
En suma, hemos visto la decadencia de la OEA en los últimos años, y más temprano que tarde seremos testigos de su desaparición.
Los esquemas que dieron vida hace más de medio siglo a la OEA perdieron su validez, y la estructura derivada de esos esquemas desconoce la construcción multipolar que configura las relaciones de poder que hoy rigen el continente.
Quizá la OEA esté muerta ya, y aún no estamos plenamente conscientes de ello.