“Una educación dirigida al servicio de la empresa privada, y alejada del humanismo, destruye el fin moral del Estado”. Estas son palabras sabias de don Enrique Obregón en su artículo de La Nación , el 14 de mayo.
Pero uno se atrevería a preguntar cómo es posible que las cosas parezcan funcionar al revés hoy en día. Otra premisa de don Enrique nos ayudaría a clarificarnos: “Si una población permanece luchando, a lo largo de su historia, por la democracia, la libertad y el bien común, es hacia ese tipo de sociedad a la que se ha de dirigir la educación y también la forma de producir”.
La respuesta a nuestra pregunta inicial resulta ahora clara: hemos caído en la tentación de abandonar la libertad para obtener otros intereses, ya que el modelo educativo actual no tiene como norte crear personas y sociedades libres. Corolario necesario es que mantenemos un sistema político –que solo se puede justificar por el deseo de construir una sociedad más libre y justa– como mampara publicitaria que esconde los verdaderos intereses que mueven las decisiones de nuestro ser nacional. A esa intención oculta responde nuestra educación actual.
Una cosa muy seria. Ser libre es una cosa muy seria, que tiene su base en la firme voluntad de construir la propia persona e historia en un proceso de continuo crecimiento en el diálogo con otros, en el uso equilibrado de la razón y en consciencia de la propia insuficiencia. Ser poderoso no es sinónimo de ser libre. Ya nos lo han dicho en nuestra época Gandhi, monseñor François-Xavier Nguyen Van Thuan y Nelson Mandela, por citar solo algunos ejemplos.
Crear una nación a partir de la libertad significa ayudar a toda la sociedad a crecer en el espíritu, lo cual no es una tarea simple porque no todos están dispuestos a buscar esa humanidad radical que nos hace despojarnos de una vida meramente instintiva, orientada solamente a la satisfacción momentánea. Los tres personajes antes mencionados encontraron su libertad en la experiencia del despojo y de la opresión. Se dieron cuenta de que el tesoro más grande que poseían no era algo material, sino algo totalmente diferente: su capacidad de reconocer con ojos de compasión la terrible esclavitud en la que sus captores vivían, las cadenas del ego exaltado e intolerante que solo produce destrucción y muerte.
Libertad y esclavitud. La enfermedad de nuestro sistema político es la desfachatez con la cual hablamos de libertad, mientras buscamos con denuedo la esclavitud. Caminar en libertad nunca es algo fácil, pues implica renunciar al facilismo para cimentar lo que hacemos en las bases sólidas de la coherencia moral. Ser libre significa ser interdependiente y no tener miedo de reconocerlo, porque solo así se puede ser responsable con las propias decisiones y con las consecuencias que ellas acarrean para la propia persona y para los demás.
Sin embargo, cuando el otro se vuelve solo un medio para obtener ciertos intereses, la amistad fácilmente se transforma en enemistad, la colaboración en competencia y la cortesía en insulto. Las alianzas políticas actuales son una burda parodia de lo que significa un sano debate en la búsqueda del bien común. La absoluta prioridad de las agendas partidistas, de grupos de presión, de empresas, de sindicatos o de individuos influyentes hacen que el razonamiento discursivo no sea más que una simple caricatura, un maquillaje que oculta los defectos producidos por nuestro insensato egoísmo o las ansias de poder.
Espectáculo tragicómico. Es esa fractura del ser humano, nacida de la soberbia egoísta y egocéntrica, la que hace que el ejercicio político en nuestras instituciones democráticas se parezca más a un espectáculo tragicómico que a una reflexión seria y humanista. Por ello, no es de extrañar que nuestro sistema educativo se haya visto infectado por el virus nefasto de la mediocridad.
Don Enrique tiene razón: el problema no se encuentra en las técnicas de educación, sino en el porqué de la educación. Pero, más aún, el Estado ha comenzado a perder su orientación moral, pues aquellos que lo dirigen en nombre del pueblo parecen despreocuparse de su propia humanidad, o sea, del crecimiento de su espíritu.
Dicho de otra forma, nuestro líderes y empresarios han dejado de preocuparse por su libertad y, por consiguiente, relativizan la libertad de la nación y se desentienden de su fomento. ¿En qué sentido lo hacen? Cuando libertad significa únicamente hacer lo que se quiere sin afectar la libertad del otro, exaltamos al individuo y su deseo sobre el bienestar común. Excluimos así de la vida social el compromiso y el empeño por procurar el bien ajeno. Sin este valor fácilmente, se cae la esclavitud del propio ego y en las ilusiones opiáceas del consumismo. Sí, el consumismo ha afectado nuestra manera de introducir a otros en la vida social de una forma tan evidente que ni siquiera nos damos cuenta de cómo exaltamos y promovemos la subjetividad en cualquier tipo de opción en nuestros niños.
Conciencia crítica. Los padres de familia dan por supuesto que la libre elección de lo que gusta, o el desprecio de lo que se rechaza, es un derecho natural del niño. La realidad, empero, está llena de frustraciones y de desengaños, junto con las alegrías y las satisfacciones que logramos. Pretender un mundo perfecto es ilusorio, por imposible. Educar, por tanto, en la mera libertad individual (y, por ello, consentir sin más en que el mundo consumista es la panacea de todos los males) implica desentenderse del valor moral del Estado.
En efecto, una de las funciones esenciales de un Gobierno es ayudar a la población, a las generaciones futuras, a tener una conciencia crítica que parte, en primer lugar, de aquellos valores socialmente compartidos y reconocidos como justos y buenos.
Cabría todavía preguntarse: ¿tiene sentido hablar hoy en día de ese valor moral del Estado, dado que nuestras prácticas parecen olvidarlo intencionalmente? Si nuestro Estado de derecho se fundamenta todavía en la Constitución Política, tal como está ahora redactada, habría que decir que se vuelve urgente reformar nuestro ejercicio político para hacerlo acorde con nuestros valores, y esto, obviamente, requiere reformar las intenciones de los que lideran el Estado.
Sin embargo, hoy nos enfrentamos a grandes fuerzas que relativizan el trasfondo moral desde el cual se escribió la Constitución. ¿Hay alguna razón para replantear su validez? Se podría decir que muchísimas. La principal de ellas es la simple constatación de los efectos de su vejación: aumento de la pobreza y la inequidad, violencia, corrupción, esos males que nos afectan a todos y que son producidos por el simple deseo de poseer y ganar a cualquier costo. Un Estado no puede asegurar una vida colectiva buena, si no tiene un norte moral que comunique en su sistema educativo y que se refleje, de manera coherente, en sus instituciones.
Constatar cómo el código moral del Estado se relativiza en los programas educativos, pues se colocan como prioridades las agendas de grupos influyentes a nivel económico, no es más que otro síntoma de nuestra miopía, de nuestra esclavitud. No se nos entienda mal: no toda actividad económica o empresarial es de por sí dañosa, lo es solo cuando la ganancia individual se sobrepone al bien común, porque, en ese caso, reinaría el egoísmo como el criterio único de crecimiento y de prosperidad.
La avidez, una enfermedad. Lamentablemente, la avidez es una enfermedad que ha contagiado prácticamente a todo Occidente. Por eso, vale la pena que nos replanteemos con seriedad qué es lo que verdaderamente queremos ser como comunidad, cuáles son los objetivos auténticos de la democracia, y que reafirmemos de nuevo que estamos dispuestos a comprometernos en la construcción de una mejor sociedad.
La primera tarea sería dejar de lado los anhelos estúpidos de ser esa minoría que se puede dar el lujo de tener lo que quiera, pero que no es capaz de sentir compasión por otro. Si nos atreviéramos a dar este paso, habría que tener en cuenta que no son suficientes los simples códigos de ética para controlar a los políticos, pues, de nuevo, serán usados para construir intolerancia y competencia.
Hay que ir a lo más profundo: debemos reconstruir nuestro interior, nuestro espíritu, nuestra libertad. ¡Hay que luchar con fuerza y convicción contra nuestro egoísmo! Solo en esa lucha tendrá sentido una verdadera educación.