En las Euménidas de Esquilo, Atenas, la diosa del claro pensamiento, señala a los ciudadanos el camino que deberán elegir. Nada de despotismo y nada de anarquía, mas sobre todo no se os ocurra dejar fuera de los muros el temor, porque, al no quedar nada que se deba temer, ¿quién respetará la justicia?
Abrigo la sospecha de que nuestra democracia haya hecho precisamente esto; dejar extra moenia, fuera de los muros, el temor. De resultas, el turbio fondo de delincuencia que existe en toda sociedad --nada habiendo ya que temer-- ha soltado sus amarras subvertiendo el orden y las instituciones: la policía se halla inerme e impotente, el poder judicial confundido, el gobierno paralizado mientras a cada rato se atraca impunemente. Henos, pues, en plena y franca anarquía.
También abrigo la sospecha de que la situación de Costa Rica no sea diferente a la de muchos otros países de los varios continentes. ¿Cómo habrá, entre los malhechores, quien experimente algún temor, si a los que se echan presos, se les suelta tras pocas horas a fin de que puedan volver a las andadas? ¿Cómo se tendrá respeto a la justicia si las condenas son, generalmente, de extremada levedad y, por si fuera poco, sumamente fáciles de incumplir fugándose o disfrutando de indulgentes alcahueterías? ¿Cómo se lograrán el orden y la seguridad ciudadana, si las reformas anunciadas por los gobiernos se quedan en pura politiquería electoral?
Con pocas y honrosas salvedades, a los viejos, hoy, no se les quiere ni se les respeta como es debido. No pasa casi un día sin que se lea en la prensa de ancianos abandonados por sus familiares y entregados a hospicios, donde lo que más falta les hará es el calor de los afectos, el cariño de los hijos, los nietos, los hermanos, etc.
El viejo, otrora objeto de respeto, de admiración y amor, se ve como una pesada carga. No solamente se olvidan los preceptos de la caridad, sino que se desoyen las sugerencias del propio egoísmo, olvidando que mañana nos tocará a nosotros envejecer y seguramente no nos gustaría que nos hicieran lo que estamos dispuestos a hacer con nuestros viejos. Y sin embargo, ¡qué dulce y merecedor de aprecio es el nombre del abuelo, o abuela! Oigan lo que un sacerdote de ejemplar e inigualada caridad, un sacerdote que también fue uno de los mayores poetas de Nicaragua en los últimos cien años, Azarías H. Pallais, pensaba de las abuelas, estas trémulas y frágiles viejecitas que tan a menudo vienen sacrificadas al egoísmo, al salvajismo de una sociedad que se dice civilizada y "progresista".
"Cuántas veces son los nietos mentiras que se mienten a sí mismos (...) la abuelita es una columna de abalastro a la vera del camino (...) el nieto es la vida que va con locura de remolino, la abuelita la vida que vuelve con sabiduría de remansos (...) El nieto es de los hombres, la abuelita es de Dios (...) En las abuelitas más que en nadie se cumplen las divinas parábolas: "Un tesoro escondido en el campo. Una ciudad luminosa colocada sobre el monte. Un mercader que anda buscando perlas".
Y valga esto para los abuelos que seremos mañana (si ya no lo somos)...