Ahora nos están recordando cómo en los primeros siglos de nuestra era había numerosas corrientes filosóficas en la entraña de la sociedad. De tal modo que en el siglo II la filosofía implicaba no solo un modo de pensar sino también un modo de vida.
Eso es lo que buscaba un inquieto filósofo de aquella época, llamado Justino. Este tenía la ansiedad de la búsqueda de la verdad. Conoció un estoico, pasó con él bastante tiempo, pero comprobó que no progresaba en su gran aspiración por la verdad. Lo dejó. Acudió luego a un peripatético, seguidor de la doctrina de Aristóteles, y lo soportó varios días, hasta que el maestro le reclamó sus honorarios y entonces le pareció que la filosofía no era tan venal.
Acudió a un tercer filósofo en busca de lo que es peculiar y más excelente de la filosofía. Era un pitagórico de no poca fama, que tenía pensamientos muy elevados acerca de su propia sabiduría. Pero tampoco pudo satisfacer las exigencias de Justino. Sintiéndolo mucho tuvo que dejarle.
Recaló en la escuela de Platón, probablemente en Éfeso, y mantuvo largas conversaciones con egregios representantes. Le ayudaron a adelantar y progresar notablemente. Así le pareció al principio. Era la corriente platónica que dominaba particularmente el siglo II y que le introdujo en el itinerario filosófico y a la vez espiritual.
Fe cristiana. Por fin, tuvo un casual encuentro con un anciano, de aspecto no despreciable, que le abrió un camino hacia la verdadera “filosofía que produce felicidad”, haciéndole ver que “la inteligencia humana jamás será capaz, por sí sola, de ver a Dios, que es la Verdad, si no está acompañada con el Espíritu Santo, y le habló de los hombres bienaventurados, justos y amigos de Dios”.
El anciano le orientó en el estudio de las Sagradas Escrituras, y él, reflexionando sobre ello, comprendió que es la única filosofía segura y provechosa, y que ahora era cuando él podía sentirse “filósofo de verdad”.
Al oír las calumnias contra los cristianos y ver más de cerca quiénes eran, comenzó su ruta hacia una sincera y total conversión a la fe cristiana. La filosofía no fue para él un mero estudio, más o menos estéril de problemas metafísicos y morales, sino un género o método de vida, con repercusiones serias en todo el ser y proyección de la persona.
Al final de su itinerario filosófico, consideró el cristianismo como la “verdadera filosofía”, que da sentido al hombre y al mundo.
Parece ser también que en el itinerario biográfico de Karol Wojtyla fue muy importante y trascendental su encuentro con la metafísica, la filosofía del ser, y asimismo las pistas que le dieron Husserl y los fenomenalistas, en cuya escuela encontramos asimismo a Edith Stein.
Trascender. También nosotros, ahora transeúntes en el siglo XXI, hemos de inquietarnos, como Justino y otros tantos lo hicieron, por encontrar la ruta hacia la verdad que pasa por una filosofía abierta y sin prejuicios, superadora de pesimismos.
Esto sin dejarnos llevar por un excesivo espíritu racionalista cerrado a la trascendencia de la vida humana.
Sin necesidad de radicalizar las posturas que llevan a una filosofía separada y absolutamente autónoma respecto de los contenidos cristianos que son los que han enriquecido tanto las culturas de nuestra era, es necesario retomar aquella unidad profunda del ser humano –ser, pensar, actuar, vivir– generadora de un conocimiento capaz de llegar a las formas más altas de la especulación. Y así superar el nihilismo, la filosofía de la nada.
Entonces nos daremos cuenta de las valiosas riquezas de los últimos veintiún siglos de nuestra historia y sabremos valorar, de nuevo, con un sentido crítico y positivo, los escritos que nos pueden llevar a percibir el maravilloso panorama de la trascendencia de la vida humana.
El autor es sacerdote.