Tomo prestado para el título de este artículo quizá la mejor obra (1869) de Gustave Flaubert. Sin embargo, no repito la historia de ese ambicioso joven provinciano (Frédéric Moreau), que se enamora de una mujer casada (la señora Arnoux), ni de sus sueños por alcanzar fama y fortuna en el París de mediados del siglo XIX. En realidad, la nominación es una hermosa excusa del tema por desarrollar sin que sea posible agotarlo. El amor, aunque escaso, es inefable cuando es bilateral.
Alguna vez escribí que el primer amor es como una ola de mar que nos sorprende y revuelca sin que podamos hacer mucho al respecto. No se escoge la ola, ni la trayectoria hacia la cual nos arrastra.
Se supone que con la experiencia se toman mayores precauciones para que el sentimiento romántico cause menos estragos o al menos sea correspondido. Lo anterior parte de la premisa básica de que tenemos capacidad de elección.
El sistema jurídico de culpabilidad y la ética parte de ello, es decir, de un mínimo concepto de libre albedrío, independientemente de qué acepción filosófica, científica o política adoptemos de la libertad. Estoy consciente de que se trata de constructos distintos, pero los vamos a equiparar para efectos de esta pieza.
Libre albedrío. Hay posturas extremas entre los pensadores. Para Nietzsche, lo que se llama libre albedrío no es más que el sentimiento de superioridad respecto de quien debe obedecer. La doctrina cristiana católica parte de san Agustín, pero fue desarrollada por santo Tomás de Aquino, y se fundamenta en que Dios permite elegir al ser humano en la toma de sus decisiones, aunque la Gracia puede asistirlo.
Immanuel Kant define la voluntad ( der wille ) como “razón práctica”, es decir, como la capacidad de guiar el comportamiento individual conforme a los dictados de la razón. Voluntad solo pueden tener los seres que están en posesión de este atributo y en disposición de hacer uso de él.
Evidentemente, la persona humana no es solo razón, o razón pura para seguir utilizando el vocabulario kantiano. Cada uno de nosotros está sujeto a apetitos, afectos y deseos.
Para todo este conjunto de convulsiones del espíritu, Kant utiliza el concepto general “inclinación” ( neigung ). En medio de la tensión entre razón e inclinación se hace posible la idea de la libertad.
Esta noción, por cierto, se va a convertir también en el concepto básico del pensamiento ético kantiano. Para el sabio de Königsberg, el hombre y la mujer alcanzan la libertad solo en la medida en que son capaces de, apoyándose en el uso de su razón, superar las intromisiones y tiranías de la inclinación, es decir, de afectos, pasiones, gustos y cualquier otra emoción. Este planteamiento se acerca a la renuncia budista a los apegos mundanos.
Amor romántico. Desde las neurociencias, el amor romántico tiene otra perspectiva: en un inicio se caracteriza por una intensa actividad en la zona límbica del cerebro, particularmente de la amígdala.
Los niveles de dopamina se disparan por la novedad de la emoción y la oxitocina es el pegamento que fija las relaciones. De alguna manera, los síntomas del enamoramiento son un cuadro clínico que causa alteraciones somáticas comprobables.
El amor, propiamente dicho, se dice es una construcción social desde muchos puntos de vista, también una decisión tomada desde la zona prefrontal del cerebro. No es posible explicar un tema tan complejo con tan pocas palabras, pero sí me consta que existen personas adictas a los estados de exaltación de las primeras fases de la infatuación, dicen que el amor es otra cosa…
El autor es abogado.