En su artículo de opinión en este diario (Foro, 27/2/2013), el señor Camilo Saldarriaga Jiménez , presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Costa Rica, apunta su dedo a la tan vilipendiada desigualdad social. El argumento del estudiante, como es común en nuestro medio, se limita a ver a la desigualdad como un problema en sí mismo que hay que atacar: “es imperativo que detengamos la profundización de la desigualdad pues es claro que margina a cientos de miles de personas, y atenta contra todo proyecto de una sociedad inclusiva.”
Con estas líneas trataré, no de defender a capa y espada la desigualdad social, sino de hacer una distinción fundamental que frecuentemente ignoramos en relación con el fenómeno de la disparidad en riqueza entre los que más tienen y los que menos tienen. Esta distinción lamentablemente no la hace el famoso coeficiente de Gini, escondiendo un problema que sí vale la pena atacar con todos nuestros esfuerzos.
Por un lado, existe la desigualdad “mala” o indeseable. Esta desigualdad es producida por la coerción y es más prevalente en las sociedades cerradas, donde existen importantes barreras de entrada para que las personas emprendan. Esta desigualdad se acentúa conforme el contubernio entre el poder político y el poder económico se vuelve más y más intenso. En esta novela, el protagonista político de turno utiliza al aparato estatal para beneficiar a su amigote empresario, generalmente dándole prebendas o privilegios, o simplemente dificultando la entrada al mercado de nuevos competidores. El empresario que se presta para estos tratos incluso en ocasiones paga retornos importantes al político, financiando su campaña o cediéndole un pedazo del pastel de riqueza recién horneado.
No faltan ejemplos en que programas y políticas implementadas en nombre del “bien común”, han sido caballos de Troya dirigidos a sabotear la competencia y asegurar un cómodo monopolio u oligopolio, permitiendo a los empresarios que se prestan para estas juntas despreocuparse de la incomodidad de competir e innovar para mantener su participación de mercado.
Todo esto es, por supuesto, a costa de los consumidores y de los empresarios que podrían haber surgido, de no existir la limitación impuesta.
Por otro lado, tenemos al hermano benévolo del problema ya descrito: la desigualdad “buena” o deseable, causada por los millones de elecciones voluntarias que todos hacemos día a día y cuyo agregado llamamos “mercado”. Esta desigualdad es la que se crea cuando un empresario en el sentido amplio de la palabra detecta una necesidad que no se ha llenado, y dedica su empeño y esfuerzo para satisfacerla. La actuación del empresario en este caso lo beneficia a él, produciéndole ingresos, y beneficia al consumidor al darle una opción más para adquirir bienes o servicios que necesite o desee. En estos casos verdaderamente se crea riqueza con un intercambio mutuamente beneficioso.
En las sociedades abiertas, donde este tipo de desigualdad es más prevalente, la disparidad que se da entre quienes más tienen y quienes menos tienen es, en realidad, el reflejo del premio que el empresario recibe por servir a los demás. Quien logra acumular riqueza, lo hace porque ha servido mejor a los consumidores en relaciones voluntarias de mutuo beneficio y no porque ha “tomado” algo de otra persona.
Hecha esta distinción, se hace evidente lo problemático e inconveniente de diseñar políticas públicas que busquen atenuar la desigualdad en general. Este tipo de esfuerzos confunden la hierba con el trigo y matan la innovación aún antes de que nazca. La desigualdad “buena” nunca surge porque las barreras de entrada siguen en pie, mientras que los oportunistas sigan comprando favores públicos.
La satanización generalizada de la desigualdad crea un gravísimo problema adicional: alimenta la percepción de que todo rico ha llegado a serlo porque ha explotado a otras personas. Si alguien gana, debe ser porque alguien perdió.
Este pensamiento ha sido superado por la ciencia económica desde hace más de un siglo al reconocer que dos personas puedan crear valor al acordar cooperar de forma voluntaria.
Con base en las consideraciones anteriores, invito al señor Saldarriaga a que separe el agua del aceite. La desigualdad no es el problema, sino que es el síntoma de una enfermedad de fondo que hay que intentar erradicar: el uso de la coacción estatal para crear privilegios y establecer barreras de entrada, para proteger a amigotes del poder de turno.