“Cambia, todo cambia”, repite sin cesar la canción de Parra, ¿será lo mismo con la amistad en esta época en que todo tiende al cambio permanente? Todavía en nuestro imaginario permanece la idea de que la amistad es algo inmutable, como una especie de ley natural. Pero la vertiginosidad del cambio actual nos sorprende incluso a cada uno de nosotros: vemos derrumbados nuestros ideales, nos descubrimos transformados en otras cosas diferentes a las imaginadas por nuestras opciones, destruimos lo que pensamos eran nuestros mejores proyectos y hasta hay quien considera esencial para sí mismo transformar su cuerpo. ¿La amistad permanece inmune al cambio?
Para responder a esta pregunta hay que hacer muchas acotaciones, la primera de ellas es que las personas cada vez más se consideran objeto de cambio. Esto es esencial para entender nuestro comportamiento social: el ideal de la autonomía individual llevó en el mundo posmoderno a la firme convicción de que cada persona se construye a sí misma. Ha ido perdiendo fuerza la coacción social y la absolutización de las costumbres y usos. La mayor libertad se encuentra en la capacidad que tenemos para hacer de lo que somos lo que queremos: no hay que engañarse con consideraciones positivas en este punto, la creciente marginación social, el vagabundeo como forma de vida autoasumida y la búsqueda permanente de nuevos sentidos existenciales nos hablan de la “inestabilidad” como valor (aunque ella asuma no raras veces comportamientos rutinarios y estereotipados). Sí, suponemos que somos mutables, nada lo consideramos permanente en nuestras vidas.
Rompecabezas. Si es cierto que las relaciones que entablamos con otros nos “van haciendo”, esto es solo parte de un rompecabezas más amplio y extenso. Tanto valor tienen hoy las relaciones personales directas como las que se tienen en las redes sociales, con los libros (sea con personajes, los autores o una idea), con las películas o simplemente con las conversaciones informales que nos hablan de ilusiones y sueños.
El individuo de nuestro tiempo no se deja limitar, se reconstruye interior y exteriormente cuantas veces lo necesite. Esto lo vemos en la proliferación de “maestrías universitarias”, que intentan responder a esa ansia de novedad en personas que han hecho de su dimensión intelectual o empresarial el centro de su forma de vida. Otro tanto habría que decir de la infinidad de cursos que no tienen mayor significación que incluir un poco de “novedad” a la vida.
La segunda premisa tiene que ver con la primera: todas las personas que se interrelacionan consideran el cambio como un componente esencial de su existencia. Esto implica que la relación entre dos personas “padece” la mutación incesante de sus protagonistas.
Claro está, a veces el cambio no es más que un simple ajuste en la vida, pero, tarde o temprano, todos nos preguntamos si no es necesaria una decisión radical que cambie todo y eso es determinante en cómo una determinada relación evoluciona. Como corolario se deduce que la amistad, para que perdure, tiene que ser adaptativa a los cambios de las personas, porque de lo contrario la relación se vuelve disfuncional.
He aquí el gran dilema de nuestro tiempo: ¿hasta dónde hay que defender la relación establecida, hasta dónde hay que relativizarla y cuánto puede esa relación soportar el cambio de manera objetiva? Ejemplos sobran para ejemplificar el dramatismo humano que conlleva responder estas preguntas.
Otra premisa, menos evidente, tiene que ver con la evolución del imaginario social y la presión que ejerce el modo en que evolucionan nuestros modos de producción y de vida.
El consumismo afecta la manera de ver el mundo de forma radical, ya no dependemos de relaciones primarias para satisfacer nuestras necesidades básicas y hemos creado “nuevas necesidades” de manera artificial, por no decir “artificiosa”.
Una cosa es amar y otra usar, una cosa es querer y otra muy distinta comprometerse. Sin embargo, desde el punto de vista del consumo, esta distinción parece esfumarse, creando estructuras de significado sinonímicas equívocas, que conllevan la exaltación del ego autocomplaciente.
Ansia de poder. Para terminar con las premisas, hay otra más sutil, por ser consecuencia de una sociedad basada en la competencia: el ansia de poder. No nos referimos a la capacidad que cada uno tiene de transformar el mundo, que es algo positivo, sino a la necesidad de imponerse para ser alguien, de destruir al que obstaculiza la propia carrera hacia el éxito social (sea cual fuere la significación de esta expresión).
Este es un condicionante de primer orden en cualquier relación humana, porque del “sentirse bien con el otro” se puede pasar a “querer destruir al otro por lo que representa”.
Aquí las posibilidades se multiplican: el otro que resulta un referente incómodo de un pasado que se quiere evitar, el otro como reclamo de la propia conciencia moral, el otro como problema para avanzar hacia metas nuevas o el otro como vínculo con “otros” de los que se quiere uno alejar o el otro como motivo de envidia. Se entiende que el “otro” podría perfectamente ser aquel a quien llamamos “amigo”.
Puestas en el tapete estas premisas, ¿qué hay con la amistad en estos tiempos? La primera consecuencia es simple: si ella no es significativa para el individuo, no será tampoco una luz en el discernimiento del cambio. Es inútil, la amistad no se salva a punta de buenos recuerdos, es necesario que tenga una incidencia en la propia persona. Segunda cosa, la amistad exige de sus protagonistas comprensión, diálogo y búsqueda compartida. Si la amistad se mantiene por la mentira de conveniencia, pierde su valor existencial. Tercero, no hay amistad si no hay un compromiso por el otro que relativice nuestro interés particular y egoísta.
La amistad en tiempos de cambio puede ser útil y bella si es fuerza que dirige la dinámica de una individualidad conflictuada, pero nunca de forma unilateral, sino en el conjunto de quienes se relacionan en la reciprocidad. No hay amistad cuando una de las partes se considera autoridad moral incuestionada, porque entonces se transforma en un proyecto de poder destructivo. Sin respeto al cambio ajeno, no hay verdadera valoración del cambio personal.
Ancla. La amistad es un ancla de humanidad en este mundo cambiante. Muchos de nosotros hemos vuelto a amistades significativas del pasado para encontrar un punto de apoyo y nos hemos dado cuenta de que nuestros amigos también habían cambiado. Compartir con sinceridad y generosidad ese cambio es esencial para encontrar un sentido más profundo a la vida. Pero lo más importante es reconocer que hemos cambiado en relación con lo que antes nos unía y eso implica superar el miedo. En efecto, el pasado no es que ha dejado de existir en la época del eterno presente, nuestra memoria no es simplemente operativa, es histórica.
Es necesario explicar esta última aseveración: nuestra memoria es el origen de la narración que creamos acerca de nosotros mismos y el origen de las razones que damos a nuestras opciones. Por lo tanto, no es otra cosa que la narración de nuestro cambio, a veces justificado, otras solo constatado y otras veces solo inexplicado.
En el fondo, nuestra memoria es el testigo permanente de nuestro cambio y, en ella, aquellos que consideramos “amigos” han jugado y desempeñan un papel importante. La gran cuestión es si balanceamos de manera adecuada lo que ellos han sido y seguirán siendo para nosotros.
En otras palabras, si dejamos que nos ayuden a entendernos mejor a nosotros mismos y si renunciamos a tratar de usarlos para encontrar satisfacciones egoístas y pasajeras, porque eso solo lograría hundirnos más en el caos del sinsentido, ellos podrían ayudarnos a encontrar un rumbo positivo para nuestro cambio.
El autor es franciscano conventual.