Igual que la mentira y el disimulo de aquellos gobiernos paupérrimos que parten del error de cálculo político más antidemocrático y común de nuestros tiempos: “El pueblo es tonto y todos los inteligentes están con nosotros en el gobierno o son desde fuera nuestros cómplices silenciosos”.
Cerró el 2017 –y se despide el desgobierno Solís Rivera– con más muertos por la privatización de la violencia que nunca antes en la historia nacional. ¡Más de 600!
Y eso sin sumar algunos desaparecidos que, por no haber cadáver, se mantienen estadísticamente en stand by, hasta nuevo aviso.
Algunos de ellos devorados por los cocodrilos del Tárcoles, otros incinerados y, los más, enterrados o desbarrancados en algún paraje infrecuente que asegura el anonimato pertinaz.
Crisis. De tal suerte que, si ese escenario dantesco no concita las preguntas pertinentes que el país debe hacerse –ojalá más allá de las sensaciones electorales– y pronto, habrá que empezar a disculpar a todo aquel sensato que pida, al último que salga, que apague la luz.
Mientras tanto, irónicamente, lo único que tendremos seguro es la inseguridad.
Como la crisis fiscal o de infraestructura vial, la inseguridad se suma a una especie de tríada crítica que nos mantiene postrados en el más inocultable subdesarrollo.
Irónico también, que fuera el propio Ottón Solís quien lo advirtiera: no podía soslayarse el abordaje del desequilibrio fiscal crónico, como populistamente pretendían otros desde sus propias filas, durante la pasada campaña electoral. Parecida reescritura del adagio popular “para verdades el tiempo”, es que haya sido el exviceministro Sebastián Urbina quien advirtiera lo que hoy se impone como una innegable verdad: su salida era una lápida para el reordenamiento del transporte público, ante el altar de los poderes fácticos que hincaron al gobierno al que él también prestó patrióticamente su nombre y esfuerzo.
He procurado lo propio en política exterior y seguridad, pero en Costa Rica el poder político se ensimisma cada vez más, al punto que sobreviven solo quienes adulan y, desde ahí, aprenden a perdurar desde un silencio que los atornilla a sus sillas. Siempre a favor de corriente y sin alzar la voz.
De lo que dan cuenta por estos días tantos jerarcas políticamente encementados y todos los silencios circundantes de quienes alguna vez se llenaron la boca de ética y señalaron la corrupción como el principal vicio por erradicar, jamás por disimular.
Retomando. Es obvio que la inseguridad no se resuelve policiacamente. Que la cosa no es tan sencilla como encerrar más gente –joven, pobre e ineducada casi siempre– en las cárceles y soltar más policías –igualmente jóvenes, pobres y subpreparados en su inmensa mayoría por cierto–. Ni mucho menos cuestión de montarlos en grandes vehículos y muchas motos. Así sea con más pertrechos, unas cuantas lanchas y aeronaves.
El problema de la seguridad es esencialmente político. Sí, señores: ¡Po-lí-ti-co!
Mientras un presidente no asuma en serio el problema y, aun antes, a su propio ministro. Mientras la mayoría de la prensa aborde sucesos en vez de denuncias valientes de carteles, no solo de tráfico, sino de lavado, corrupción e impunidad, como acostumbran sus heroicos pares colombianos, mexicanos y brasileños. Mientras los diputados no aborden el problema con la legislación especial y los presupuestos subsecuentes que posibiliten su implementación real. Mientras los magistrados, jueces y fiscales no se especialicen a tono con una renovada política criminal interinstitucionalmente coordinada.
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Y muy por encima de esas jerarquías temporales, mientras los ciudadanos no exijan y simplemente se resignen a la tica. Es decir, mientras quienes verdaderamente mandamos en democracia, dejemos algo tan serio como la seguridad en manos de improvisadores que si acaso han leído titulares sobre el tema, o a cargo de populistas punitivos que contra todo el conocimiento científico prometen más violencia para contener la violencia, sin tener idea de cómo se articula una verdadera política de Estado en materia de seguridad, que ligue el problema nacional con la realidad internacional y las oportunidades que brinda el multilateralismo, concretando, insisto, la necesarísima y aún pendiente sinergia interinstitucional.
Mientras sigamos así, indolentes, nos quejaremos cada vez que nos asalten o roben nuestras casas. Extrañaremos la tranquilidad perdida y lloraremos familiares o amigos muertos por la casualidad de una bala perdida, un asalto sin gracia o un bajonazo. (Toquemos madera…)
Seamos claros, ni los policías más preparados y con toda la tecnología a disposición, como los que protegen a la ciudadanía del primer mundo, sabrían qué hacer o hacia dónde apuntar sistemáticamente sin liderazgos políticos claros que los alineen y direccionen.
En síntesis. Para al menos contener el problema de inseguridad, no se puede ser tan irresponsable de culpar a la Policía civilista, pero menesterosa con que contamos por tantos años de incapacidad política e indolencia ciudadana. Eso sería injusto.
Para tener policías más inteligentes, musculosos y jóvenes, que puedan reaccionar, correr e imponerse a la hora de la hora, hace falta plata. No solo buena voluntad. Para preparar fuerzas especiales: lo mismo. Para contar con centros de vigilancia tecnificados y al menos un hub de inteligencia interpolicial: también faltan años luz de presupuesto. Para liderar la refundación de un entramado policial regional: aún más inversión.
Pero mucho antes de todo eso, lo que hace falta es conciencia política. Que no es otra cosa que el estadio previo a la voluntad política. Todo lo jurídico, todo lo criminológico y todo lo policial, viene después. Mucho después.
pbarahona@ice.co.cr
El autor es abogado.