Vaya por delante mi admiración hacia el pueblo chino y su cultura milenaria. Inventores de la brújula, la tinta, el papel, la pólvora y el arado de hierro entre otros muchos prodigios que tardarían en ocasiones siglos en incorporarse a Occidente, extraordinarios matemáticos y astrónomos, su legado a la Humanidad es incuestionable.
En algún eslabón de la Historia este caudal de creatividad se angostó, el gobierno se arrogó la potestad de controlar cada paso de quienes asimilaron a marchas forzadas su transición de súbditos imperiales a camaradas comunistas, y la homogeneización devino valor supremo. De hecho, el talón de Aquiles del gigante asiático, a pesar de su decidida apuesta en I+D, se localiza en su escasa capacidad de innovación.
Ciertamente la disciplina y el orden bajo un régimen unipartidista rinden pingues beneficios, pero la cuestión no es tanto el “qué” sino el “cómo”, a saber, el precio incalculable que en términos de libertad y derechos humanos se ha tenido que pagar para alcanzar un fin que bajo ninguna circunstancia justifica los medios (purga y arrestos arbitrarios de intelectuales como Ai Weiwei o el premio Nobel de la Paz Liu Xiabo, así como el siempre espinoso tema del Tíbet, ponen en evidencia el tono monocorde de una voz única que no admite réplicas).
El caso Bo Xilai, uno de los máximos exponentes del Partido Comunista Chino hasta el pasado abril (salpicado por la condena dictada el pasado lunes 20/08/12 contra su esposa Gu Kailai a la pena capital por el asesinato de un ciudadano británico a causa de desavenencias dinerarias), sugiere fisuras en el otrora inquebrantable Politburó sobre el que se ciernen serias sospechas de corrupción, una caja de Pandora que de destaparse lastraría el XVIII Congreso Nacional del Partido Comunista convocado en octubre de 2012 para definir la administración china de la próxima década.
El baile de cifras astronómicas como recurso silenciador de la crítica sobre los procedimientos empleados para alcanzarlas, lejos de convencer, inquieta. Conviene recordar que el sistema de represión financiera estatal ejercido sobre los ahorradores chinos –a través tanto de estrictos controles de capital que abortan alternativas inversoras en el extranjero como de la intervención a la baja de los tipos de interés sobre las rentas – es el que ha convertido a China en el principal prestamista mundial (un híbrido empresarial y político al que numerosos autores se refieren como China, S.A.). Por lo tanto no hay que echar las campanas al vuelo sobre un activo cuyo origen no es democrático y cuyo propósito es afianzar la hegemonía de este tipo de modelo económico viciado.
La educación es una diana a la que se apunta desde la pompa de la diplomacia, pero en realidad sirve como cajón de sastre donde se cuelan ideologías y doctrinas. La feroz competencia entre los estudiantes chinos –en clara contradicción con la esencia de la naturaleza fundamentada en la cooperación (véanse las aportaciones de los biólogos Lynn Margulis y Máximo Sandín, extrapolables al orden social)- genera uno de los mayores índices de suicidio en este sector de población en el mundo (China ocupa el 10º lugar general en tasa de suicidio según la Organización Mundial de la Salud). Como botón de muestra, la noticia de un instituto de la provincia central de Hubei facilitando aminoácidos intravenosos a sus alumnos para que afronten con “éxito” sus exámenes (más propio del contexto de un ensayo clínico que del de un colegio; agencia Efe, 7/05/12).
A propósito de la reciente e intensa gira asiática de la Presidenta Laura Chinchilla y del cacareado idilio entre China y Costa Rica, es interesante desenterrar el baúl de los recuerdos para establecer paralelismos entre ambas naciones que denotan los rumbos tan diferentes que cada una de ellas emprendió curiosamente en el mismo momento histórico: 1948 fue un año de guerra civil para las dos –prolongada 23 años en aquélla y liquidada en 44 días en ésta – y mientras en 1949 Mao Tse-Tung proclamaba la República Popular China en la plaza de Tian’anmen (tristemente célebre por la masacre de 1989 contra una manifestación pacífica encabezada por estudiantes y violentamente sofocada por el Ejército Popular de Liberación), sentando las bases de un estado totalitarista fundado en el culto a la personalidad de su dictador, en Costa Rica se promulgó la Constitución Política de la Segunda República cuyo ejemplar Capítulo de Garantías Sociales se forjó desde un sorprendente triunvirato formado por un expresidente, un comunista y un arzobispo –Dr. Calderón Guardia, Manuel Mora y monseñor Sanabria– que rehuyeron protagonismos abocados a la causa común de la justicia social, hoy tan menoscabada por intereses en las antípodas de la rectitud moral y del sentido del deber de quienes hicieron grande este pequeño país.
Palabras ampulosas como “bondad” y “justicia”, clavadas sobre el papel con los alfileres de las buenas intenciones (que según el refrán pavimentan el camino al infierno), resultan en la práctica tan muertas como la primorosa colección de un entomólogo que sabe de sobras que sus mariposas disecadas nunca volarán. Cada quien puede tener un concepto personalísimo de lo que es bueno o justo y cada cultura puede traducirlo de manera diferente acorde con su representación simbólica de esos valores, por eso los sustantivos no bastan, se quedan cortos, caducan apenas pronunciados. China está llamada a dar un paso adelante abogando sin ambages por la ética –el principio universal de la dignidad humana y del apoyo a los más necesitados, no sujeto a la ambiguedad bamboleante de las interpretaciones–, una oportunidad de oro para ejercer un verdadero liderazgo en el que el mundo pueda confiar. La economía no tiene la última palabra.