¿Por qué siempre se habla, se opina y se escribe sobre las figuras públicas, incluidas esas que, con sus acciones, destruyen la vida de los demás? Hoy me rebelo enérgicamente contra eso. Hoy quiero que protagonice estas líneas un personaje estelar, conocido por muchos, aunque no muchísimos ni todos.
Guillermo García Calvo exhaló su último suspiro el pasado 10 de diciembre. Un jueves trágico, impactante, desolador: inesperadamente, él se fue y le reemplazó un vacío inconmensurable. ¡Maldita sea!
Ya desde que su madre le tenía en el vientre, allí en Campo Caso, en medio de las paradisíacas montañas del Principado de Asturias, al otro lado del Atlántico, Guillermo estaba predestinado a ser lo que fue durante toda su vida: sobrehumanamente bondadoso y tan libre como la libertad misma.
Un buen y bendito día –para quienes aquí estamos y le conocimos–, se vino a Costa Rica y, ¡hala!, a trabajar como una fiera. El mundo de los restaurantes fue su pasión: cerró unos para abrir otros mejores, más sofisticados culinariamente. Hoy se habla mucho del “emprendedurismo” y de la “innovación”, pero él puso en práctica todo eso desde hace varias décadas.
¡Había que ver a este hombre, un hombrón de fuerte contextura física, que infundía respeto, con sus intimidatorias y enormes manos, iguales –supongo– a las de los guerreros medievales, blandiendo sus pesadas espadas! Había que verlo –repito– preguntando, muy atento, a los clientes cómo estaba todo y recibiendo siempre, mil veces, los mismos elogios. Y, por supuesto, a reglón seguido, los parroquianos percibían su cara de satisfacción, iluminada, y una gran sonrisa, agradecida y tímida.
Infinita bondad. Pero eso no es todo. En realidad, es lo de menos. Lo fundamentalmente importante de este hombre fue su infinita bondad. En esta vida se puede –y se debe– ser bueno, pero no tanto. ¡No tanto! Guillermo García se derritió, se consumió, entregándose de cuerpo entero a los demás: a su familia, a sus amigos –incluso a aquellos que, al final y sorpresivamente, torcieron el rabo y acabaron siendo unos auténticos sinvergüenzas– y a muchas personas que, sin formar parte de ese círculo tan íntimo y cercano, conmovieron su corazón.
No es nada común, sino excepcional, pero así fue Guillermo –“Memo”, para quienes le quisimos profundamente–. Resulta que este español, este asturiano de purísima cepa –amante de Costa Rica–, siempre erguido como un roble, luchó a brazo partido, pese a las adversidades promovidas por gente indecente, a favor de sus empleados y de sus seres queridos. No tuvo igual como patrono, esposo, padre, abuelo y amigo. ¡Ay, qué increíble amigo!... Un fuera de serie, el non plus ultra.
Un ser humano superior. Memo fue un ser humano superior. Aclarémonos para que no haya estúpidas, susceptibles y despistadas interpretaciones: la trilogía emblemática de la Revolución francesa –“Libertad, igualdad y fraternidad”–, que ha determinado el desenvolvimiento de buena parte de la cultura occidental, hizo hincapié, sobre todo, en la “igualdad”. Frente al Ancien Regime, la igualdad significaba “igualdad ante la ley” –no otra cosa–, sin importar la raza, la religión, etcétera, etcétera, etcétera.
Pero lo cierto y obvio es que los bichos humanos somos desiguales –si no, este sería un mundo horriblemente aburrido y uniforme–: gordos y flacos, guapos y feos, altos y bajos, buenos y malos, honrados y vividores, inteligentes e idiotas…; en fin, una diversidad gigantesca. Sin embargo, la principal y esencial desigualdad estriba en la escala de valores y en las actitudes, y sus consecuencias, frente a la vida y a los otros.
Sin hipócritas circunloquios ni concesiones: hay hombres superiores y hay hombres inferiores. Eso es clarísimo e inobjetable. Entre la Madre Teresa de Calcuta, aquella mujer menuda, dulcísima, de mirada cansada, y el despreciable Al Capone hay una distancia galáctica. O ¿no? Y, bien, aquí entra en escena, glorioso y estupendo, Guillermo García. Este chavalazo fue, sin discusión y sin la pasión de la amistad –así, con toda objetividad–, un fenómeno. Fue un hombre superior. Lo fue por lo que hizo, por lo que amó, por lo que defendió, por su inteligencia y por su desprendimiento extraordinario.
Sensatez aplastante. Y, por si eso fuera poco, ahí estuvo siempre su abrumadora y aplastante sensatez. Conoció y habló con todo tipo de gente, de todo pelaje y condición social, con personas encumbradas y otras muy sencillas. No tuvo ningún título universitario, pero, a quienes nos ufanamos de exhibirlo, nos mostró y demostró que un doctorado en la universidad de la vida –ese que él recibió con honores– es formidable y de gran valía.
Su lógica era demoledora, pues tenía un sentido común pétreo, macizo, prácticamente avasallador. Y, gracias a eso y a que nunca hubo odio en su corazón, brindaba, sin proponérselo, una seguridad y una paz impresionantes a quienes se le acercaban. Y algo más: Guillermo fue de una mentalidad inusualmente abierta y amplia. Nada le asustaba. Y a nada ni a nadie temió.
Jean-Paul Sartre, uno de los grandes filósofos del existencialismo, dijo que “la libertad es la fidelidad a sí mismo”. ¡Genial y exacto! Sin duda, una definición extraordinaria, aunque al pensador francés le faltó añadirle el nombre y los apellidos: Guillermo García Calvo. Y es que Memo jamás –pero jamás– traicionó sus principios y su concepción de mundo y de la vida. En verdad, nadie tan bueno y tan libre como él.
Un regalo de lujo. Aquí tiene el lector, en esta Navidad, un regalo de lujo, enorme, profundo y ejemplar, sin envoltorio ni lazo: un hombre que sale de este mundo por la puerta grande, algo muchísimo más difícil que hacerlo por la del coso taurino, tras haber cortado las dos orejas y el rabo.
Seguro estoy de que, si solamente una cuarta parte de la humanidad fuera –fuéramos– la mitad de buena y libre de lo que fue Guillermo García Calvo, por mejores rumbos nos andaríamos.
Honor, loor y gloria a un superhombre.
El autor es filósofo.