El centro de atención fundamental de la lucha contra el coronavirus es una muy pequeña gota que proviene del sistema respiratorio y de la boca.
La gotita mide 0,5 y 10 micrómetros (cada micrómetro es mil veces más pequeño que un milímetro) y fue descrita por primera vez en 1890, hace 130 años, por el bacteriólogo alemán Carl Friedrich Flügge.
El hallazgo causó tal impacto en la salud que a desde ese momento se instauraron múltiples medidas de higiene en todos aquellos sitios donde las gotitas caen, así como el uso de las mascarillas quirúrgicas, lo cual fue promocionado por Johann von Mikulicz-Radecki en 1897.
Enemigo. Estas partículas, entre otros componentes, contienen agua y secreciones provenientes de la nariz y la boca y llevan hasta el último pequeño territorio respiratorio algún microorganismo, como bacterias, hongos y, por supuesto, virus.
Las secreciones, aunque existen para limpiar y lubricar las vías respiratorias, son también el vehículo ideal para convertirse en nuestro principal enemigo, ya que transportan al interior desde la tuberculosis hasta los virus respiratorios.
De acuerdo con el tamaño de estos microorganismos, varía la cantidad que hay en cada gota de Flügge. En cada estornudo, tosido o cuando hablamos, millones de ellas llegan a gran velocidad a todo lo que está a centímetros o metros, incluidos nosotros.
¿Cómo se explica que un conocimiento de tan larga data no haya modificado nuestros hábitos de higiene? ¿Conformamos una sociedad analfabeta en salud? Tal vez ahí reside la respuesta al porqué todo el esfuerzo de las autoridades sanitarias no ha producido el efecto esperado.
El autor es pediatra.