Foro: Treinta nanómetros

Reflexiones sobre el saber y lo que sucede especialmente dentro de nuestro cerebro.

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Distraído, he ido pasando de largo mi vida cotidiana. Aunque no siempre. Cada tanto, me ha contagiado una sonrisa, he sentido el sabor de las avellanas, masticado hielo y escuchado el llanto de un chelo recordando a Bach.

Me he quedado mudo tanto frente a una catedral romana como sentado en la cima fría de una montaña, o me han intrigado los ojos grandes y redondos de un niño. Pienso que, a mis cuarenta y cinco años, también sé algunas cosas.

Sé que a veces se puede ver la luna a media mañana. La he visto, pero también lo sé porque he leído que, cuando está menguante, el sol no la eclipsa en su órbita en el cielo azul. Sé que los imanes se atraen en polos opuestos, pero no sé exactamente por qué. Ya ven que algunas cosas solo las supongo.

Sospecho, por ejemplo, que las ballenas jorobadas deben sentir frío en lo profundo de los mares del norte, aunque no sé si son sus pequeños los que buscan calor en otras aguas y ellas los siguen por instinto o amor.

Hay muchas formas de equivocarse y tantas cosas que no sé. He sido migrante, pero no sé qué es acuclillarse en el fondo de una barcaza que cruza el Mediterráneo y guardar silencio por miedo al naufragio o la incomprensión. Tampoco sé lo que se siente ser un gazatí, no he sentido una soga rodeando mi cuello, ni he creído en amuletos.

Nada sé. No sé manejar un arma, ni una guitarra. Ya no recuerdo cómo se resuelve un cubo Rubik y siempre se me olvida qué es el teorema de Fermat. Hay días cuando me fatigo de tanto ignorar y la realidad fragmentada se me asemeja a islas flotantes de significados que nunca llegan a juntarse. Entonces, invento mis propias metáforas para aliviar los vacíos o la inacabable incertidumbre.

Imagino las fibras de los músculos de mis brazos y piernas, mi diafragma y mi corazón. Puedo ver cómo se contraen abrazándose a través de uniones fuertes y desmosomas; tocándose estrechamente, como si necesitaran palparse para darse ánimo y sincronía. Pero ¿si sus células se hablaran al oído?

Tal vez entonces serían como el órgano que hace aparecer un mundo frente a mí. Esa masa de gelatina firme que habita en mi cráneo estratégicamente agujereado. Esa, que mueve mis dedos mientras escribo. Esa parte que escoge un puñado de segundos de la hilera del tiempo y le llama presente. Si acaso mi cerebro se parece al de otros humanos, también tiene cientos de millones de neuronas que se susurran entre sí a través de incontables sinapsis.

Comunicación. Mis neuronas (las de todos) fabrican sin descanso burbujas de moléculas en sus dedos y las soplan hacia la vecina. Esta recibe la pompa mensajera y, si puede leerla, se estremece en un pequeño escalofrío eléctrico.

Así se hablan sin tocarse, intercambiando ácido gamma-aminobutírico o acetilcolina o serotonina o un puñado de otros compuestos. Con cada mensaje exitoso, el complejo entramado de células se ilumina en patrones intermitentes como luces de Navidad.

Lo impresionante es que cuando las neuronas susurran de cierta manera alucinamos que somos almas o tenemos libertad para escoger. Cuando lo hacen de otra, sentimos el deseo de andar descalzos o un dolor en la cadera o una certeza superficial.

Nos desconcierta saber que, como los pixeles de una gran pantalla, cada neurona desconoce el resultado que emerge de su actividad en conjunto. Pero más allá de las qualias, hay un hecho todavía más fascinante.

Hecho maravilloso. La magia verdadera es aprender, proceso por el que ese gran ovillo de neuronas se cambia gradualmente echando mano de unas podadoras llamadas células gliales. El aprendizaje se acelera gracias al lenguaje (esa abstracción en común que permite que otras ideas se dupliquen en mi mente y viceversa) y a través de la repetición.

Así, con los días, las neuronas demoran cada vez menos en hacerse entender. Se hacen más eficientes sin duda, pero ¿es que a veces entran en contacto?

Cierto. De vez en cuando una neurona alarga un dedo en forma de sinapsis eléctrica y pellizca el cuerpo de su vecina. Pero esa es una excepción, pues en la mayoría de los casos no llegan a tocarse. Por tanto, lo que sentimos, lo que sabemos, lo que creemos o lo que intuimos, nuestra identidad con sus contradicciones y todo aquello que existe solamente en nuestra imaginación es resultado del intercambio vibrante de moléculas en esos ínfimos espacios sinápticos, que como acertadamente pueden adivinar, miden, en promedio, treinta nanómetros.

dparedes03@hotmail.com

El autor es médico.