Foro: Todo estaba dicho

Nada nuevo sucede en el mundo que no haya sido visto con anticipación.

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En épocas pasadas, prevalecía una general obediencia a las leyes y, en general, a las disposiciones del gobierno.

El acatamiento no descansaba prioritariamente en el temor a las sanciones, sino en el respeto que la mayoría de los ciudadanos profesaban a los gobernantes y sus decisiones.

El filósofo español José Ortega y Gasset, en su libro La rebelión de las masas, nos enseña que en el orden natural de las cosas únicamente quienes ejercen el poder con el reconocimiento y beneplácito de la sociedad tienen la posibilidad de conseguir de los ciudadanos un continuado y pacífico cumplimiento de sus disposiciones.

Singular fortuna tuvo la conocida frase de Talleyrand, quien recordó al emperador Napoleón: “Con las bayonetas, sire, se puede hacer todo, menos sentarse sobre ellas”.

Es decir, la posibilidad de sufrir una sanción no es lo que generalmente determina el cumplimiento de las leyes y demás actos de gobierno.

Trono, silla, curul, poltrona ministerial son símbolos de mando legítimo, ejercido con el pleno consentimiento de los gobernados, contra lo que supone una óptica inocente y folletinesca que cree que mandar debe ser imponerse a la fuerza con los gendarmes.

Inutilidad de las armas. En respaldo de su tesis, Ortega nos recuerda un claro ejemplo: Napoleón Bonaparte dirigió una agresión contra España, a comienzos del siglo XIX, y ocupó militar y prácticamente toda la península, pero no logró mandar propiamente en ese país ni un solo día, por cuanto contaba solo con la fuerza de las armas.

Con algunos breves y escasos episodios, durante el siglo XIX y hasta mediados del siglo pasado, la vida republicana costarricense transcurrió por cauces relativamente tranquilos, con excepción del movimiento armado que encabezó Julio Acosta y terminó con el régimen de los hermanos Tinoco.

La revolución de 1948 marcó el inicio de una época de mayor agitación, que ya venía manifestándose en Europa, especialmente a partir de la finalización de la Primera Guerra Mundial, el ascenso al poder de regímenes totalitarios en ese continente y el subsiguiente estallido de la Segunda Guerra Mundial, cuyas desastrosas consecuencias económicas y, sobre todo morales, aún perduran.

Como un indeseable legado de todos estos sucesos, tenemos, con dimensiones universales, el fenómeno de la rebelión de las masas, que Ortega había previsto en Europa, en la primera mitad del siglo anterior, cuando aparece por primera vez en el Viejo Continente, bajo las especies de sindicalismo y fascismo, un tipo de hombre al cual no le interesa ni quiere tener razón, pero se muestra resuelto a imponer sus opiniones a rajatabla.

Expresión de apetitos. En esto consiste la novedad: este hombre quiere opinar sobre los temas más abstrusos, pero no acepta las condiciones y supuestos de todo opinar. De ahí que sus “ideas” no sean tales, sino simplemente la expresión de sus apetitos.

Tener una idea es creer que se poseen las razones de ella, lo que implícitamente apunta a todo un orbe de verdades inteligibles que la sustentan.

La “estatización” es la respuesta indiscriminada que encuentra la masa a toda dificultad, conflicto o problema que surja en el país en un momento determinado y, en esto, según Ortega, radica el peligro más grande que amenaza hoy a la civilización: la absorción por el Estado de la espontaneidad histórica, que es la que en definitiva sostiene, nutre y empuja los destinos humanos.

Nada nuevo sucede en el mundo que no haya sido previsto con anterioridad: “Las masas avanzan”, anunciaba Hegel en tono apocalíptico; “sin un nuevo poder espiritual, nuestra época, que es una época revolucionaria, producirá una catástrofe”, decía Augusto Comte; “veo subir la pleamar del nihilismo”, profetizaba el mostachudo Nietzsche, desde su refugio en la isla Engadina.

No podemos decir, en consecuencia, que los tiempos actuales no hayan sido profetizados con mucha anticipación.

miguelvalleguzman@gmail.com

El autor es abogado.