La narrativa no siempre se encuentra en los libros. Las historias que conocimos de pequeños no solo provinieron de libros, sino también de lo que nos contaron, de las películas que nos revelaron un texto con recursos visuales y auditivos, junto con otros códigos sensoriales, que han ido ganando relevancia al cuentacuentos casero por poder reproducirse con la misma exactitud cada vez que se da play.
La censura a la televisión y a la cinematografía como antagonistas de la lectura siempre me ha parecido absurda. Y digo siempre porque mi acercamiento a los relatos, yo que escogí Filología como carrera, fue a partir de todas las formas en las que vi, escuché, inventé y descubrí historias desde mi temprana infancia.
Por mi propia experiencia, logro entender que la literatura está por todas partes que se cuente, se represente, se exprese un ser humano desde el concepto más rudimentario del mito al más sofisticado de la lectura de nuevos códigos como los textos literarios.
Una literatura infantil con perspectiva de niño ya de entrada plantea el problema de que los autores sean adultos, “exniños” tratando de emular la perspectiva de un infante. ¿Qué presumirán como tales? ¿Desde qué imaginario de niño nos contarán la historia? ¿Harán el ejercicio de focalización desde dentro de esas primeras miradas?
Invisibilizada. Quizá, por años, la academia haya omitido la crítica y el análisis de la literatura infantil por no considerarla “Literatura” con mayúscula, síntoma del adultocentrismo de nuestra cultura occidental.
El texto literario infantil no goza de la categoría de otros géneros por el simple hecho de que el lector es un niño, quien dependiendo de la edad ni siquiera sabe leer.
Saber leer es haber aprendido a descifrar el código escrito, reproducir fonológicamente los signos y armar un sentido literal de lo ahí representado.
Al menos así es como lo entendemos habitualmente en términos pedagógicos de lectoescritura, pero lo cierto es que las personas empezamos a leer mucho antes de esto.
Leemos desde que experimentamos. Vamos creando un inventario de sabores, colores, luces, rostros, movimientos, espacios, texturas, sensaciones, emociones, experiencias internas y externas con el entorno y con los otros; herramientas que necesitaremos para poder leer, para representar las conexiones que hagamos con todas esas fichas de juego.
Tantas personas creen no saber leer, o no tener el gusto por la lectura, por haber encasillado esta práctica como una destreza escolar, mas lo cierto es que a diario leemos, es decir, desciframos lo que somos, lo que nos rodea, lo que imaginamos y lo que soñamos.
Desde este punto de vista, podemos entender al “lector” infantil como un ser con las mismas capacidades e inclusive con algunas más vívidas que un adulto por el “período sensible” en el que se halla, al estar interesado en adquirir conocimientos y al realizar conexiones neuronales en ese momento en el que el cerebro está más receptivo que nunca.
Figuras retóricas que a los 15 años ya pueden resultar extrañas como la sinestesia son la vivencia de un bebé al que la flor roja del paisaje lo hace salivar.
Dejemos, pues, de ver la literatura infantil como recurso exclusivamente pedagógico, normativo y ejemplarizante. Dejemos que los primeros lectores gocen de la capacidad expresiva del lenguaje en todas sus dimensiones lúdicas, recreativas y experimentales. Propiciemos una mirada que se ajuste a sus intereses.
Los adultos podemos aportar disponiendo un espacio estimulante, rico, ordenado, sereno, donde ellos mismos desarrollen de manera libre y natural sus narrativas.
La tarea es darles voz, inclusive, dejarles el espacio de la autoría a los niños, creer en su razonamiento, permitirles desarrollar su creatividad y escucharlos. Quizá solo así hagamos justicia al discurso más silenciado de todos.
Narración animada. Un maravilloso ejemplo de ello son las películas de Studio Ghibli, del director japonés Hayao Miyazaki, que Netflix recién empezó a ofrecer.
Tres destacan por su capacidad narrativa con sensibilidad desde la mirada del niño, que escasea en las producciones de relatos infantiles: Mi vecino Totoro, Ponyo y Kiki, entregas a domicilio.
Miyazaki nos presenta una narrativa expresiva, capaz de representar la belleza de las experiencias infantiles en la más sencilla cotidianidad.
Arma las historias con retratos creíblemente imaginados por niños, desde una perspectiva respetuosa, cercana, asertiva, aunque también transformadora, artística, cautivadora para un lector activo.
Mi vecino Totoro es una oda a la conexión pacífica y enriquecedora del ser humano y la naturaleza, como solo un niño podría hacerlo. Ponyo es una odisea marítimo-terrestre protagonizada por dos infantes decididos a vivir su amor. Kiki, entregas a domicilio nos dibuja el desarrollo de la personalidad en clave de viaje en escoba piloteada por una chica que forja su vida.
La obra de Miyazaki nos permite repensar nuestro acercamiento a la literatura infantil, no con condescendencias, que más bien parecen interferencias en el desarrollo libre de la creación, sino con la seguridad, la confianza, la templanza y la libertad de escuchar y observar lo que nos tienen que contar esos pequeñitos, pero geniales autores.
El ejercicio de comprenderlos es un ejercicio de amor a la infancia. Ya lo decían los antiguos sabios: solo se entiende lo que se ama.
La autora es filóloga.