La pandemia es un problema de salud pública; es decir, no irrumpe y amenaza a un individuo, sino a los servicios de salud comunitarios.
Por eso, a muchas personas de talante egoísta les cuesta entender por qué las autoridades restringen las aglomeraciones en bares y hasta en espacios abiertos, y protestan, encerradas en su estrecha mirada individualista; sin embargo, si les tocara vivir el drama de unos padres o abuelos contagiados, serían las primeras en exigir, incluso de mala manera, una presta atención médica, solidaria y humanitaria.
Los más indiferentes, aun cuando lo experimenten en carne propia, no escarmientan ni siquiera con la muerte prematura de un ser querido, y poco o nada entenderán que los problemas comunitarios terminan afectando a los individuos, en especial a ellos.
La misma irracionalidad subyace en el tránsito vehicular. A pesar de la existencia de una normativa, cuyo fin es que todos los conductores gocen del mismo derecho a circular con seguridad, el antisocial la transgrede una y otra vez, con violencia en ocasiones, y origina perjuicios a los demás, bajo un supuesto e ínfimo beneficio personal; peor aún, cuando esgrime estar protegido por la ley.
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Sin embargo, obtiene todo lo contrario: su conducta egoísta termina haciéndole perder más tiempo, combustible, dinero y seguridad.
Cuando se lesiona gravemente, cae en el pozo de la discapacidad mental o física, estrechez económica y disrupción familiar, lo cual repercute también en los demás, a quienes implora solidaridad y subsidios.
Similar fenómeno lo sufre la sociedad debido a los contaminadores, usuarios de sustancias peligrosas, evasores y traficantes; ni siquiera las tragedias que viven a diario los induce a comprender y modificar sus conductas, aunque sean luego los primeros en exigir solidaridad en forma de indultos, juicios justos y hasta olvido.
- Si la mayoría comprende que su conducta no solamente atañe al individuo, sino también que sus actos personales tienen repercusión en el resto, los ególatras se verán acorralados y obligados, cuando menos, a aparentar que cumplen.
Y, sin embargo, allí están el personal de salud, policías, bomberos, jueces, trabajadores sociales y tantas otras personas atendiendo a enfermos, rescatando víctimas y manteniendo el orden.
La sociedad siempre será solidaria, aun con los egoístas. Para educarlos, insertarlos y sancionarlos, recurre a la inculcación de valores en el seno de la familia y de las instituciones educativas, seguido por el ejemplo y la vigilancia de la autoridad.
Si la mayoría comprende que su conducta no solamente atañe al individuo, sino también que sus actos personales tienen repercusión en el resto, los ególatras se verán acorralados y obligados, cuando menos, a aparentar que cumplen.
Si, por el contrario, dentro de las mismas familias y en el sistema educativo reina la indiferencia y la autoridad brilla por su ausencia, o, peor aún, hace gala de los mismos vicios, la paz social, la estabilidad económica y la integridad física de todos sufre menoscabo; la indiferencia de la mayoría permite al egoísta adueñarse de las calles y ponerse bravucón en la sala de urgencias del hospital o en otra institución de servicio público.
La pandemia de la covid-19 se extinguirá o atenuará, como sucedió históricamente a las demás. Lo que nos urge es la vacuna contra la indiferencia.
El autor es médico.