La sociedad contemporánea emancipa la libertad individual, la cual viene acompañada inexorablemente de responsabilidad, y está limitada, únicamente, por aspectos concernientes al conjunto de la sociedad.
Algunas conductas, en apariencia individuales, sin embargo, repercuten, en realidad, sobre todos los demás individuos; por ejemplo, desde el punto de vista de salud pública, una decisión individual como fumar, beber alcohol o ganar peso “en exceso” traerá, tarde o temprano, consecuencias en la salud de la persona.
El costo elevado que significa la prestación de servicios médicos, el tiempo no laborado, las lesiones culposas, la repercusión económica y psicológica sobre la familia, entre muchos otros, lo asume solidariamente el resto de la sociedad.
Está claro que necesitan ayuda profesional, pero la actitud irresponsable es “premiada” con la presta intervención de los servicios públicos, lo cual perpetúa el desinterés del sujeto en ser partícipe activo de su rehabilitación.
Peor aún, algunos dicen sentirse ofendidos si se les señalan los perjuicios causados por sus hábitos y hasta hacen gala de belleza o esnobismo de ellos.
Hoy, en plena pandemia, varias personas irresponsables generan costos en intervenciones policiales y judiciales, y contagian a diestra y siniestra sin ningún resquemor, incluido al personal de salud, pero serán los primeros en demandar atención si su condición se agrava, abarrotando los ya limitados servicios disponibles.
La mayoría de los habitantes que sí acatan las directrices del gobierno, respetan la ley y al prójimo, evitan los hábitos perniciosos para su salud y para la estabilidad social, se quedan con el sinsabor de tener que tolerar y financiar la indiferencia de quienes irrespetan sus derechos: desde el motociclista que trasgrede todos los semáforos y límites de velocidad existentes, “protegido” por la ley, hasta el funcionario que arrastra varias denuncias judiciales, refugiado en artilugios legales.
Un sabor aún más amargo lo experimentan con el garantismo penal; si bien es un valor político indiscutible, ha terminado por custodiar celosamente los derechos procesales del delincuente, y soslaya los de las víctimas porque es “imposible” custodiar el derecho a la seguridad de toda la sociedad.
Los trasgresores se dan el lujo de agredir, difamar y hasta denunciar a quien legítimamente quiere hacer valer sus derechos.
Estos mensajes negativos favorecen la indiferencia cívica del ciudadano, el temor, la anomia, el surgimiento de nacionalismos y supremacismos violentos, la delincuencia política o callejera rampante y la desintegración familiar, entre muchos otros problemas cotidianos.
Los ciudadanos de los países democráticos que logran con éxito reducir o erradicar estos males surgidos de la libertad sin responsabilidad; defienden la verdad, no la noticia falsa; defienden el libre juego de ideas y propuestas, no la consigna política sectaria, fanática o violenta; defienden su institucionalidad, no a los caudillos; y educan a sus familias con valores, como la tolerancia, el respeto a la individualidad del prójimo y a las convenciones sociales, simplemente no tiran basura en la calle, respetan la fila, los semáforos y a las autoridades, incluidos los maestros.
Cuando son mayoría en los espacios públicos e instituciones, el corrupto se esconde, el fanático se disfraza, el violento se contiene y el chabacano disimula.
El autor es médico.