Foro: Menos sobrepoblación en las cárceles por ahora

Educación y empleo es el único camino confiable para prevenir la violencia y el aprisionamiento.

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La disminución del hacinamiento carcelario a cifras del 2018 —un 30 % aproximadamente— es una buena noticia. Bajo ninguna circunstancia debe permitirse regresar a la crisis del 2014, cuando la sobrepoblación alcanzó un 52 %.

El riesgo es no entender que la reducción es insostenible en el tiempo porque el problema no son los cupos, sino el modelo anclado en el uso de la prisión.

La reducción responde a la apertura de espacios que empezaron a construirse en las últimas dos administraciones y al aumento de camas y camarotes en algunos módulos.

Esto demuestra que construir es lentísimo. Se dice pronto, pero, por ejemplo, de los arcos modulares de La Reforma, abiertos hace unas semanas, comenzó a hablarse durante la gestión de la ministra Ana Isabel Garita, en el gobierno Chinchilla Miranda. Sucesivos incumplimientos contractuales retrasaron siete años el término de la obra.

Prisiones a rebosar. Los datos globales esconden una gravísima realidad: el hacinamiento varía según el centro penal. Hay cárceles, como las de San Carlos y Pococí, cuyas cifras están en el 80 % de sobrepoblación. Ocultar ese monumental detalle no solo es estéticamente de mal gusto, sino éticamente irresponsable.

La preocupación está desenfocada, no puede ser la capacidad física del sistema, sino la tasa que ha alcanzado Costa Rica: unos 370 presos por 100.000 habitantes, la tercera más elevada de la región.

Ni este gobierno ni los anteriores ni los venideros tendrán los recursos y los mecanismos legales de contratación administrativa para que la construcción alcance el nivel del encierro. En los últimos cinco años, se construyeron tres prisiones y el hacinamiento se redujo apenas.

Este anuncio coincide con un estudio de la Universidad Nacional, publicado en la revista Nuevo Humanismo, en el que se compararon los porcentajes de reincidencia según el tipo de pena en Costa Rica.

Se analizó un grupo que cumplió una sanción entre enero y marzo del 2016. Se le dio seguimiento durante dos años. Los resultados confirmaron que la reincidencia aumentó un 36 % en penas privativas de libertad; casi el doble (21 %) o el triple (11 %) que cuando el castigo fue una pena socioeducativa o un servicio comunitario.

Sociedad castigadora. La única manera de bajar nuestras escandalosas tasas de encarcelamiento es reduciendo la población penal. En el 2018, fue aprobada una ley de penas de utilidad pública. Pero, como ha sucedido con el monitoreo electrónico, si la ciudadanía no está convencida de que esas sanciones son eficaces y el Estado no se compromete a financiarlo, el resultado será el fracaso.

América Latina es una sociedad punitiva, y la cárcel es una institución aceptada como un mal necesario. La paradoja de saber que no funciona, pero permite creer que los “malos” estarán apartados. Aunque ese apartamiento sea momentáneo y caldo de cultivo para más violencia por los efectos criminógenos del encierro.

¿Qué hacer? La criminalidad está traspasada por problemas estructurales cuya resolución no está en manos del sistema penitenciario. Pero si las penas no privativas de libertad no se fortalecen, en serio, no habrá manera de entender que son la mejor opción. Por costos, por inserción, por impacto social y por castigo.

Pocos recursos. Para poner por caso, el Programa en Comunidad del Ministerio de Justicia, al cual se le encargaron las penas de utilidad pública aprobadas en el 2018, que atiende más de 17.000 casos, entre otras razones, por cumplir medidas alternativas o por enfermedad, solo cuenta con unos 20 funcionarios. Así, es imposible el seguimiento adecuado para acompañar a los infractores. Es sentido común.

No todos los delitos merecen ese tipo de sanciones, pero es evidente que, ya que la mayoría de los condenados están presos por robo o venta de drogas al menudeo, optar por medidas que no se limiten al aislamiento, sino al desarrollo de planes de atención técnica que traten las adicciones, la falta de formación educativa o el desempleo, es el único camino confiable para prevenir la violencia y descongestionar las cárceles.

La academia, las instancias multilaterales como la ONU y los organismos de derechos humanos lo tienen claro. Ríos de tinta han corrido para explicar, con abundante evidencia empírica, por qué en pleno siglo XXI la prisión debe ser una excepción, no la regla.

No pasa igual con nuestros políticos, que saben que acusar de debilidad o de subastar la seguridad a quienes se atreven a promover un cambio en la visión penitenciaria es todavía un recurso electoralista simple, pero eficaz.

Tal vez, sea ingenuo pedirles responsabilidad; sin embargo, es inevitable hacerlo porque son ellos quienes alientan o bloquean las políticas públicas.

mfeoliv@gmail.com

El autor es profesor de la UNA y exministro de Justicia.