Hace un tiempo conversé con una jueza penal y me expresó su sorpresa acerca de los niveles de hacinamiento carcelario en el país.
A mí también me sorprendió su desconocimiento y esa cierta indolencia, porque se trata de alguien con muchos años de trabajo en el sistema penal. Aunque me sirvió para confirmar la sensación de que algunos jueces, parapetados en la independencia judicial, sufren una desconexión de la realidad que en este contexto puede estallarnos en la cara.
La independencia judicial es una garantía para el ejercicio del cargo, no una excusa para evadir la rendición de cuentas ni para desatender los acontecimientos.
Desde el inicio de la crisis por la pandemia, organismos internacionales, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos o el Subcomité para la Prevención de la Tortura de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), advirtieron los riesgos que respresentan para las cárceles una propagación del virus.
La primera recomendación es disminuir los dictados de prisión preventiva y sustituirla por medidas cautelares distintas. Sin embargo, cinco meses después, los datos en Costa Rica son preocupantes.
De 603 ingresos al sistema penitenciario en marzo, 506 fueron prisiones preventivas; en abril, de 603 detenidos, 506 correspondieron a prisiones preventivas; en mayo, de 488, por el mismo motivo fueron 439; y en junio, se dictaron 583 encierros provisionales de 668 detenciones.
Dicho de otra manera, en los meses de pandemia, cerca de un 85 % de los encarcelamientos corresponden a prisiones preventivas.
Tasa superior. Lo anterior coloca a la Dirección General de Adaptación Social en una posición verdaderamente dramática. Aunque las infecciones por el virus en los centros penales empezaron a registrarse varios meses después de que se detectó el primer caso en el país, el 21 de julio la tasa de contagio era de 1,8 por cada 1.000 habitantes, lo cual la hace ligeramente superior a la media nacional.
El Código Procesal Penal prevé, en el artículo 244, una larga lista de alternativas que pueden ser tanto o más eficaces que una detención provisional.
Entendamos que se trata de medidas cautelares para personas que no han sido condenadas. Algunas implican mayores controles y tareas para el Poder Judicial; la prisión preventiva, en cambio, se reduce a trasladar la custodia al Poder Ejecutivo.
Un poco de creatividad en la judicatura tampoco vendría mal. Es evidente, con ese porcentaje, que la prisión preventiva es una carga muy pesada que solo podría ser modulada por los jueces.
Más allá de los principios que desfilan por nuestros textos legales y la literatura especializada, lo cierto es que, como lo denunció en el 2017 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, nuestro sistema de justicia abusa de la prisión preventiva desde hace mucho.
Aquella regla, repetida en las facultades de derecho, según la cual la prisión preventiva es excepcionalísima, no es verdad.
Hay que pelear permanentemente para que no sea así. Algunos trabajos han aportado respuestas a este fenómeno: la fuerte cultura punitivista de la región, la mala formación de los abogados o la presión mediática.
Como sea, lo fundamental ahora mismo es comprender que en la situación actual los jueces no pueden mirar para otro lado.
Reduccionismo. Resignarse a dar órdago a su misión solo de aplicadores de la ley —frase que en nuestro tiempo no la suscribiría ni el propio Montesquieu— es una simplificación de lo que estamos pasando y del riesgo que ello podría significar para miles de personas dentro y fuera de una prisión.
El ejercicio de ponderación y el análisis de proporcionalidad, en circunstancias extraordinarias como las que vivimos, deben incorporarse al razonamiento judicial cuando ordenen una prisión preventiva. La medida cautelar indiscriminada está ahogando el sistema penitenciario.
Una cosa es la indolencia y otra, la inconsciencia. Tener jueces inconscientes sería una anomalía democrática que un Estado serio no puede permitirse.
El autor es exministo de Justicia