En 1992, conocimos en la Universidad de Costa Rica las ideas de Rodrigo Facio sobre el papel de las universidades como autoridades intelectuales en el país. De acuerdo con la tesis de Karl Mannheim sobre la intelligentsia, los centros de estudios superiores trascendían los intereses de clase y, por ello, marcaban el camino.
La movilización ese año por el presupuesto fue significativa, pero la academia salió bien librada en términos de la percepción colectiva con respecto a su razón de ser.
La universidad era vista como el actor legítimo capaz de levantar la mano en contextos de dificultad, ceder y dar sentido de dirección.
Mucha agua ha corrido desde entonces debajo del puente de las decepciones. La pérdida de credibilidad tiene razones coyunturales e históricas. En la esquina de la coyuntura, el descubrimiento de que “criticar a los privilegiados” tiene un impacto en la aceptación política y es causante de que la cacería de brujas del momento resulte un ejercicio de nunca acabar, aunque cualquiera, dependiendo de cómo se construya el discurso, puede terminar siendo etiquetado. Los conceptos que cobijan estas actuaciones son la transparencia y la gobernanza.
Estrategia del avestruz. En cuanto a la estructura, en la universidad de la rutina, del día tras día, debemos reconocer que durante mucho tiempo utilizamos la estrategia del avestruz para dejar de ver y ser los principales clientes de las no pocas burbujas de humo que como académicos nos vendimos.
Sin salir de los campus, emergieron proyectos, programas y actividades académicas que justificaban acciones pequeñas, de corto alcance, que afectaban solamente a quienes trabajaban en alguno de estos.
O bien, salíamos más allá, pero, con un alto sentido de prepotencia, bajo el paraguas del lucem aspicio o veritas liberabit vos, llegamos a los otros sobre la base de una nociva distancia entre el que sabe (el académico) y el que no (los demás sectores sociales), y terminamos confundiendo los roles que nos tocaba desempeñar, y nos pusimos camisetas que no nos correspondía utilizar o manipulamos para que otros se las pusieran sin saber si las necesitaban. Los conceptos que abrigaron semejantes actuaciones fueron libertad de cátedra y autonomía universitaria.
Tiempos modernos. El hoy plantea el reto de conciliar ambos conceptos con los beneficios sustantivos y evidentes que la gente necesita. La investigación, la docencia o la acción social deben ser de alta calidad y de utilidad para justificar la inversión de los impuestos y seguir teniendo la posibilidad de dedicarnos a estas áreas estratégicas para el país.
Para conseguirlo, la universidad deberá hacer una fuerte inversión en mejorar los mecanismos de escucha de las demandas colectivas, a fin de que lo que se lleve a cabo tenga un norte.
Es posible imaginar los ecos de quienes sostienen que la universidad no debe ni tiene por qué responder a los intereses sectoriales. En eso, podríamos estar de acuerdo, como también con el hecho de que no es posible sostener con el dinero de todos discusiones bizantinas que no tienen asidero en la realidad, sino en las fantasías de quienes piensan en academias que no tienen ni los mismos problemas y, sobre todo, las mismas condiciones de financiamiento.
Entre otras cosas, porque esas otras academias han entendido que sostener investigación depende de conciliar las demandas de los sectores sociales que sí pueden pagar nuevos conocimientos con el hecho de que existirán áreas que no es posible medirlas con un criterio de rentabilidad económica porque son medulares para el país y deben ser subsidiadas para hacer nuestras sociedades más pensantes, trascendentes e innovadoras… O como dijo alguien hace mucho tiempo: que permitan que el rugido del tractor cante a un hermoso ritmo de violín.
Académico e investigador de la UNA.