Las imágenes fueron espeluznantes, pero el camino trazado por el presidente de los Estados Unidos, desde que asumió el poder hasta el jueves 7 de enero, indicaban hacia dónde se dirigiría su administración.
Aun así, nada preparó al mundo para la toma del Capitolio y, peor aún, para la paupérrima, ridícula y cobarde llamada de atención hecha por Donald Trump a sus seguidores, quienes se precipitaban a boicotear la ceremonia de aceptación de la derrota del Partido Republicano.
Tras una seguidilla de mensajes de Trump, Facebook, Instagram y Twitter procedieron a bloquear las cuentas porque, según sus comunicados, el contenido violaba sus estatutos. Pero lo que primó fue, más bien, que sus mensajes significaban una «seria amenaza para la seguridad del país», como afirmó Mark Zuckerberg, fundador y dueño de Facebook y de otras redes más.
Lo paradójico de esta censura, que debía darse, por supuesto, es la selectividad en cuanto a quien se le prohíbe y sanciona por hacer apología de la violencia y a quienes se les deja seguir a mansalva con sus llamamientos directos a actuar de forma agresiva, es decir, cuál es exactamente el criterio que utilizan Twitter y las demás redes sociales para cerrar una cuenta y otras no.
El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, por ejemplo, enfrenta desde el 2014 varios cuestionamientos por crímenes de lesa humanidad e incita a la violencia a través de sus perfiles.
El ayatolá Alí Jameneí realiza incesantes declaraciones de odio y desprecio contra Israel y el pueblo judío. Incita a la destrucción (léase al genocidio) y recientemente, como se constata en su cuenta en Twitter, difundió bulos sobre las vacunas contra la covid-19.
Y ni que decir de las prohibiciones de libertad de expresión que sufre el pueblo iraní o la incitación al asesinato del escritor Salman Rushdie, por considerar sus novelas «obras blasfemas en contra del islam». Ninguna de las cuentas anteriores ha sido, cuando menos, sancionada.
Lejos de despreciar la medida tomada contra el presidente Trump, justificarlo o suscribir su política violenta y chabacana, aplaudo las iniciativas tomadas por los propietarios de dichas plataformas para proteger no solo sus propios intereses, sino también la seguridad de buena parte del planeta. Pero, a pesar de lo anterior, resulta peligroso entregarles el poder de la censura selectiva.
El autor es profesor de Estudios Sociales y Educación Cívica.