La educación tradicional recibe ataques cada vez más constantes, más mordaces, más destructivos por parte de un segmento nada despreciable de la sociedad.
Ciertamente, la ciencia de la educación ha dado pasos de gigante en los últimos tiempos. La conclusión es que muchos de los elementos más tradicionales funcionaron en su momento; empero, no son óptimos para la sociedad actual.
Métodos exitosos en el pasado se quedan cortos para la población de hoy, radicalmente distinta a la de un siglo atrás. Por tanto, ha habido cambios que, sin duda, significarán un mejoramiento en la calidad de la educación.
La tendencia humana, sin embargo, es el apego a los argumentos ad antiquitatem o ad novitatem: si descubrimos que algo nuevo funciona, desechamos lo anterior; o lo contrario, nos apegamos a lo tradicional sin explorar nuevas posibilidades. Ambos extremos son negativos porque se pierde el valioso aporte de cuanto nos ha precedido y limitan el avance.
Análisis profundo. Dos elementos tradicionales del sistema educativo que más reciben ataques son los reglamentos de disciplina y evaluación.
Es cierto, ambos proceden de una venerable historia y no siempre son acertados para la sociedad moderna, pero tampoco deben ser desechados de buenas a primeras, sin un análisis serio.
No se trata de cambiar por cambiar: debe haber un estudio previo para saber qué podemos aprovechar de ellos y qué conviene abandonar.
En mi práctica en el ámbito educativo, he escuchado a estudiantes, y a no pocos padres de familia, cuestionar el reglamento de disciplina. La hora de llegada, el uso de accesorios no permitidos, cierto vocabulario... diversos aspectos son defendidos con argumentos algunas veces bien creados, otras, chapuceros y sin sentido.
“Profe, pero yo no estudio con el pelo”, dicen algunos. “¿En qué afecta mis notas usar anillos?”, manifiestan otros. “Profe, son solo cinco minutos. La ausencia debería empezar después de diez".
Todas las veces les he dado la razón. Es cierto: usted no estudia con el pelo, usar anillos no afecta el rendimiento escolar ni es más justificable 5 minutos que 10 para determinar la ausencia.
Esas medidas disciplinarias son más o menos arbitrarias, ancladas en una tradición; justificadas quizá por el “así se ha hecho siempre”. No obstante, son ley escrita.
En cuanto a la evaluación, una de las frases que más se escuchan al asignar un trabajo o dar indicaciones es esta: “Profe, ¿es obligatorio?”. O, si no, “¿cuántos puntos vale el trabajo?”. También, “¿qué pasaría si no lo hago?”.
Si la respuesta indica que el trabajo no es obligatorio ni vale puntos ni hay consecuencias por no entregarlo, habrá un porcentaje de estudiantes que lo harán de todas maneras, mas otros por mil razones (algunas más comprensibles que otras) no. También es la ley escrita y no puede haber consecuencias.
Conveniencia y perjuicio. Llegamos a un punto en que la ley nos conviene y otro en que nos perjudica. Nos sentimos (enfatizo el nosotros porque también fui estudiante adolescente) llenos de satisfacción cuando la ley del colegio nos protege del profesor y no hay consecuencias si no hacemos un trabajo.
Nos reímos internamente cuando un docente dio mal o fuera de tiempo una indicación y, por tanto, la prueba no se llevará a cabo; gozamos cuando apelamos un punto del examen y ganamos, aunque en el fondo sabemos que estábamos equivocados.
Amamos la ley, la defendemos, el reglamento interno se convierte en la voz sagrada que nos escuda. Es perfecta.
Sin embargo, nos llenamos de amargura cuando le da la razón al profesor y este debe apuntar la ausencia, cuando el reglamento es claro y nos hacen la boleta porque tenemos el cabello largo, cuando debemos quitarnos el accesorio no permitido o moderar nuestro vocabulario porque esa es la ley. Entonces, la odiamos, la aborrecemos. Estamos seguros de que debe cambiar.
Cuando un estudiante me ha cuestionado por asuntos del uniforme u otros aspectos disciplinarios, le he dado la razón, pero también le he brindado una explicación más detallada.
Si agregamos una excepción, si cambiamos un artículo para volver el reglamento más laxo, si relajamos la aplicación, ¡no pasa nada! Todo seguirá igual. Sin embargo, vendrá otra excepción, luego otra y otra.
Si cedemos en un aspecto, deberemos hacerlo también en otros. Jocosamente, les comento a mis estudiantes que si permitimos un anillo, no faltará quien quiera usar dos, tres o diez. Si permitimos entrar diez minutos después, alguien solicitará quince o veinte o treinta.
Si relajamos el uso del calzado, no faltará quien pida llegar en pantuflas o sandalias o asistir descalzo a clases. Siempre habrá alguien dentro del grupo que quiera excederse, hasta caer en la anarquía.
Invitación al desastre. Cuando se trata de evaluación, dejar abierta la puerta a trabajos opcionales es invitar al desastre, no por falta de confianza, pues con toda seguridad la mayoría de los alumnos cumplirán, sino por la tentación de ver qué pasa si no se entrega la tarea.
Yo, con toda seguridad, habría cedido en mis años de colegio. Sí, toda evaluación podría ser optativa y formativa y obtendríamos resultados estupendos, verdadera educación... aunque, quizá, no se generalice el resultado. Esto es tema de estudio para los investigadores en educación, quienes podrían hallar otras respuestas.
Las situaciones que planteo, ¿les parecen descabelladas? Pues la pandemia del SARS-CoV-2 nos dice que están más vigentes que nunca. Hemos sido testigos de la continua solicitud de excepciones a las reglas con respecto a la restricción vehicular, nos damos cuenta de que se emula lo vivido en los centros educativos.
Si los estudiantes solicitan excepciones para sus accesorios basados en un capricho, las personas igualmente consideran que tienen derecho a ser exceptuados, sin decir por qué.
De reconocer las excepciones, la ley será un papel en blanco. Escuchamos el eco de las edades colegiales: “Si para ellos sí, ¿por qué para mí no?”. Además, así como oímos a los alumnos preguntar si es obligatorio un trabajo o si existe alguna consecuencia de actuar en contrario, es común que la gente desafíe las restricciones amparada al “no pasa nada” o cuestione quedarse en la casa porque no existe una ley al respecto.
Triste comparación. Existe otra similitud con los estudiantes: en cuanto el profesor da la espalda, sacan el celular para utilizarlo clandestinamente. Los ciudadanos siguen las reglas mientras haya un policía presente.
Es cierto, nuestro sistema educativo debe cambiar para mejorar, pero eso no significa desechar sin más los principios tradicionales que siguen funcionando a lo largo del tiempo.
No se trata de innovar deslumbrados por el esplendor de algo nuevo, mas tampoco de dejarnos las vendas que impiden avanzar porque estamos anquilosados. Es necesario encontrar el equilibrio entre lo nuevo y lo tradicional; lo cual se logra mediante el estudio profundo, no con ocurrencias.
Nuestra sociedad está demostrando serias deficiencias en educación y formación. Existe un número grande de personas símbolo de un sistema que hizo a un lado sus valores fundamentales y ha criado seres incapaces de seguir instrucciones o de actuar sin una recompensa (o amenaza); incapaces de cumplir la ley a menos que la autoridad esté presente.
El autor es filólogo.