Foro: Envidiar a Thoreau

Son largas las filas de los muertos, de los perseguidos y los desterrados, como para autoexiliarnos sin al menos patalear.

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Es cuando menos curioso que no en pocos círculos sociales se repita constantemente la conversación que ya antes he tenido conmigo mismo. Parece que un hálito transversalmente selectivo, cual inverso Paráclito, eligió comisionarnos una renuncia o un pentecostés de pesimismo; no lo sé.

Querer tomar nada material y retirarse hacia lo bucólico y primario de la vida en la montaña, habitar una pequeña cabaña de madera con nada más que libros y el engaño de sentirnos autosuficientes, se ha vuelto quizá el deseo más extendido entre los que antes osábamos siquiera pensar que podemos cambiar las profecías.

Aspiramos, como propósito terminal, liar los bártulos y toparnos con nadie en la Zona de los Santos, en Zarcero o en Puriscal, que para todos los efectos vienen siendo lo mismo que Alberta o Massachusetts, y creo, para mi desgracia, tener una teoría (o haberme inventado una) para soportar esa incesante y dolorosa condición de “ser” en estos tiempos que nos hace querer huir a la montaña.

El error mayor. Apostamos por la ubicuidad y perdimos la carrera contra el tiempo, quisimos repensar la relevancia de hablar en voz alta y perdimos la noción de la trascendencia de nuestros pensamientos, confundimos la pluralidad con ordalía y relativizamos hasta un carácter infrapragmático nuestros sistemas axiológicos, pero el mayor error que hemos cometido es el de ser humanos y, aun así, entendernos trascendentes.

Borges decía que “ser inmortal es baladí” y que con excepción del hombre, “todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible”, lo cual “es saberse inmortal”, caemos en cuenta de la superfluidad de nuestra existencia cuando conmensuramos lo ridículo de nuestras pequeñas luchas y pensamos que ya nada puede cambiar.

Por eso queremos volver a los orígenes e intentamos recuperar la esencia de lo que somos deseando la agreste misantropía, pero ello no es sino una renuncia y un fracaso ontológico.

Exilio inútil. Envidiar a Thoreau y su vida salvaje al lado del lago Walden, con las manos solas para agenciarnos el sustento y la memoria (la nuestra y la de unos cuantos escritores esenciales) para recrearnos el mundo que queremos es uno de los más profundos, pero dulces, errores del género humano.

Porque largas son las filas de los muertos, de los perseguidos y los desterrados, como para autoexiliarnos sin al menos patalear. Y odiosas son las conciencias de quienes deciden dar la espalda a la modernidad por habernos dado cuenta de que los abismos son más hondos de lo que creíamos o de que hombres más simples y con menos méritos ostentan cuotas de poder.

Ralph Waldo Emerson, contrariamente a su amigo y protegido Henry David Thoreau, creía que la trascendencia era una cuestión sobre la calidad de nuestros pensamientos, pero Onfray, en el prólogo a una reciente edición de Walden, nos presenta un trascendentalismo spinozista, lo cual nos puede llevar a pensar que el error está más bien en interpretar el retiro de Thoreau como renuncia y entenderlo como una resolución: su sublevación radica, por el contrario, en querer quedarse en la fronda misma del mundo y revolucionar la conciencia de la sociedad de su época desde ahí.

Mezquindad. Es decir, que fallamos al pretender alejarnos de la condición humana (hacia el bosque o la trascendencia, no importa) y caemos en la mezquindad al creer que tenemos derecho de vivir un frívolo paraíso en la montaña si ignoramos que al lado de nosotros hay una otredad que ni siquiera tiene derecho a imaginar un paraíso.

No miento cuando digo que quizá yo mismo no creo en mi pequeña teoría y no puedo ocultar el hecho de que este vil soliloquio ha ocurrido antes en infinitas ocasiones en mis sueños y que en todas ellas he perdido la discusión y despierto en una cabaña de madera entre libros y café.

luigyom@hotmail.com

El autor es investigador académico, profesor y economista.