El periódico La Nación publicó en junio un comentario mío titulado “Qui tollis pecatta mundi?” en el cual resalté que el papa Francisco aprobó una histórica modificación en el padrenuestro, rezado en el italiano hace cientos de años.
Resulta que los italianos pedían a Dios non ci indurre in tentazione, que en español se traduce como “no nos induzcas a la tentación”, frase que, a partir de junio del 2019, fue modificada por el Vaticano por non abbandonarci alla tentazione, es decir, “no nos abandones a la tentación”, como se implora en español desde hace siglos.
De acuerdo con el papa Francisco, esa versión en italiano no era correcta porque daba a entender que Dios induce a los cristianos a la tentación, condición que, según el jerarca de la Iglesia católica, no es cierta: “Soy yo quien cae, no Dios quien me arroja”, afirmó al respecto.
Durante siglos, los italianos rezaron —y, por ende, creyeron— una falsedad. Pero no solo ellos porque en francés era igual, idioma en el cual la oración fue modificada tan solo hace dos años.
Otra actualización. Bueno, a finales de octubre, se propuso en el Vaticano otro cambio, otra actualización de la fe católica.
Sucedió en el llamado Sínodo sobre la Amazonia, que durante tres semanas reunió a 184 padres sinodales, entre obispos y cardenales, la mayoría latinoamericanos, provenientes de los nueve países de la cuenca amazónica.
Aparte de solicitar la posibilidad de ordenar curas casados y la de poder contar con mujeres diáconas —por lo menos en las comunidades del Amazonas, donde prevalecen condiciones muy particulares y ameritan estos cambios—, en el sínodo se aprobó un documento de urgencia vital, ya no solo para esa extensa región latinoamericana y para quienes profesan la religión católica, sino también para el resto del mundo, para la humanidad entera, para el extraordinario fenómeno que compartimos los seres vivientes de nuestro planeta: pide la adopción del pecado ecológico.
Actividad mundial. Al respecto, conviene que conozcamos el punto 82, fragmento que solicita al Vaticano acoger como pecado esta actividad que la humanidad ha practicado hasta un nivel cada vez más irresponsable e insostenible, particularmente en los últimos cincuenta años.
Monseñor Pedro Brito Guimaraes, arzobispo de Palmas, Brasil, subrayó que quienes profesan la fe católica deben comenzar a confesarlo.
El citado punto 82 del documento dice: “Proponemos definir el pecado ecológico como una acción u omisión contra Dios, contra el prójimo, la comunidad y el ambiente. Es un pecado contra las futuras generaciones y se manifiesta en actos y hábitos de contaminación y destrucción de la armonía del ambiente”.
Resistir la tentación. Efectivamente, ha llegado el momento, ya no solo de confesar nuestros pecados ecológicos, sino, sobre todo, de dejar de cometerlos, resistirnos a la tentación, asumir nuestra culpa y dejar de creer —pretender— que es Dios quien nos induce a la tentación.
No. Ha llegado el momento, también para el Vaticano, de dejar de seguir ignorando o minimizando nuestra culpa por la destrucción ecológica y aceptar que es uno el que cae, no Dios, o el destino, el que lo arroja.
Queda ahora en manos del Vaticano, así como de los Gobiernos y empresarios del mundo, y de cada uno nosotros, si finalmente aceptamos como válido el pecado ecológico y, por tanto, detenemos nuestros actos irracionales y desestabilizadores contra el ambiente… o, si dejamos que se cumpla el cada vez más evidente destino del Homo sapiens: llegar a ser la primera especie, o creación viviente divina, que causa un exterminio, el sexto en el planeta.
Quizá, estamos todavía a tiempo de impedirlo y el Vaticano, al igual que múltiples organizaciones del mundo, puede hacer la diferencia y ayudar a la conservación de la vital biodiversidad que Dios creó.
El autor es cineasta y periodista.