Para desnudar la ironía, en una de las entradas de la Enciclopedia, el matemático y filósofo francés D’Alambert relata que conocía a un hombre que poseía una vasta biblioteca, la cual amaba y cuidaba con tal esmero que cuando necesitaba consultar un libro prefería pedirlo prestado a uno de sus amigos.
Esta divertida anécdota me hizo recordar el lúcido y breve ensayo de Ramón Gómez de la Serna, Humorismo (1930), donde dice: “El humor es ver por dónde cojea todo”.
Sin embargo, pretender tener una biblioteca es un asunto (muy) serio en nuestros días, sobre todo porque ella no puede procurarnos una fuente de diversión o entretenimiento inmediata, como lo exige el protocolo actual del meme fofo, del video del imbécil que torea una tortuga o la noticia (¿falsa?) de que Donald Trump es eyaculador precoz.
En muchos pasajes de el Quijote cervantino o en los Ensayos de Montaigne, también en Las aventuras del capitán Alatriste, encontramos pasajes sobre situaciones jocosas que no solo convertirán nuestra mueca diaria en algo más que una sonrisa, sino que, como dice Gómez de la Serna, nos ayudan también a ver por dónde cojean las cosas, nuestras cosas, el frágil mundo que nos rodea.
Gusto por lo fugaz. En otras palabras, la biblioteca, el libro en sí, exige algo más de nosotros: cierta disposición de carácter y ocio generosos, materias primas que hoy están tan desvaloradas por el trance de esta vida acelerada que apenas atravesamos y tocamos con el dedo meñique, pues lo que importa suele ser lo fugaz, lo risible por lo risible, la utilidad e inmediatez de lo que debería ser común a todos los internautas: sacar provecho de lo obvio, grosería esta que puede incluso llegar a ser tan despiadada y vulgar con el dolor ajeno, dolor que, por lo general, suele importarnos menos que nada.
De esta manera, diluimos incluso la virtud en el vaso de la risa cómplice de quienes se procuran una carcajada fácil a cualquier precio.
Pero, bueno, a este respecto, recuerdo que Diógenes Laercio, en Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, refiere que, en cierta ocasión, un hombre impío y vulgar interroga con sorna a Bías —uno de los siete sabios presocráticos— sobre el valor de la virtud.
Ante el silencio del filósofo, el atorrante lo increpa: “No calles, maestro, dime, ¿para qué sirve la virtud? Mirándolo a los ojos, el sabio de Priene le dice sonriente: callo porque preguntas lo que nada te importa…”. Definitivo: ¡Cae más rápido un hablador que un cojo!
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El autor es profesor de Matemáticas.