Durante esta pandemia volvimos a plantearnos cuestiones humanistas, filosóficas y hasta económicas: ¿Cuánto cuesta, en términos monetarios, una vida humana? A primera vista, pareciera impensable otorgar un valor a las personas. Veamos una perspectiva diferente.
El alcalde de una ciudad tiene un presupuesto para infraestructura vial: calles, rotondas, semáforos, señales, etc. Se percata de que hay una intersección especialmente peligrosa.
Al año, contrata un ingeniero civil para que le responda por qué el cruce causa tantos problemas. Este le explica que ahí ocurren dos choques semanales, que la tasa de mortalidad es del 1 %, por tanto, hay un muerto por cada 100 accidentes.
Le indica que la solución óptima es un semáforo, pues reducen los accidentes en un 80 % —conclusión a la que se arribó en un proyecto de semáforos inteligentes en Lisboa en el 2014— y el costo de instalación es exactamente el presupuesto completo del alcalde.
El gobernador humanista hará caso al ingeniero, porque salvará vidas. Pero, antes de aprobar la compra, debe hacer un análisis costo–beneficios, como en todo designio.
Cuando está obteniendo los beneficios, se pregunta cómo introducir la reducción de la mortalidad dentro de las ganancias. Esto, porque, inicialmente, se piensa que las vidas tienen intrínsecamente un valor suficientemente alto, no cuantificable.
La respuesta depende de la perspectiva con la cual enfrente el problema. Hay ciertos dilemas, como salvar vidas humanas o dejar de lado la parte económica; si no, ¿por qué no tenemos semáforos en todas las intersecciones? ¿Por qué no tenemos todos el vehículo más grande y seguro posible si valoramos nuestra seguridad —en términos de dinero— lo suficiente como para endeudarnos?
Si extrapolamos este pensamiento a la crisis actual, ¿por qué no estamos todos dedicados el 100 % al desarrollo de la vacuna o por qué existen las patentes de las vacunas? Sin derechos de propiedad intelectual, habría producción genérica masiva y, posiblemente, estaríamos todos vacunados.
Vuelvo al caso del gobernador provincial. Para obtener los beneficios del proyecto, debe tener alguna estimación del valor monetario de una persona promedio, de lo contrario, entra en una paradoja parecida a la de San Petersburgo, propuesta por Bernoulli, que consiste en asignar un repago esperado de infinito a un juego en un casino; sin embargo, nadie está dispuesto a ofrecer todo su dinero para entrar en este.
Pasa lo mismo con los machotes de los médicos: se les asignan valores monetarios a las partes del cuerpo y esta es simplemente otra manera de fijar un precio a la vida humana.
Después de revisar la teoría y con una perspectiva más virtuosa y racional —podría decirse monárquica en el sentido aristotélico—, el alcalde determina que la decisión es sencilla: si los beneficios superan los costos es rentable colocar el semáforo. La manera más pragmática de resolver estos problemas es calculando un valor promedio ponderado (edades, riesgos, tipos de trabajo, etc.) para la vida humana.
En la Universidad Stanford, en Estados Unidos, empleando bases de datos médicas, estimaron que esta cifra por cada año de vida —ajustado por calidad— asciende a $50.000.
Dado el 80 % de la reducción en la mortalidad, el beneficio esperado del semáforo al año, únicamente en términos del descenso de la mortalidad, sería $40.000; si esta estimación es mayor que el costo anual, el proyecto debería ser aprobado.
Aristóteles argumenta en La política que la virtud es el hábito de actuar según el justo término medio entre dos actitudes extremas. En otros términos, abordar los problemas con un solo enfoque (humanista en este caso) a expensas de los otros (económico, filosófico, contexto de vida, etc.) es caer en dos miopías: todos somos, pensamos y tenemos necesidades iguales o los problemas hay que enfrentarlos desde una única perspectiva.
El autor es estudiante de Economía en la UCR.