El lenguaje cumple, al menos en principio, una función esclarecedora. Consensua sentidos y permite alinear en torno a ciertos significados previamente definidos, ya sea por la autoridad lingüística (técnica), los usos y las costumbres (práctica), la academia productora de conocimiento (ciencia) o la autoridad política (poder).
Sin duda, de todos esos referentes dadores de significado el más arbitrario suele ser el último: el poder.
Y ello, sobre todo, porque ejercer el poder es, esencialmente, decidir. O dicho de otro modo: el poder consiste, justamente, en decidir. Entre más discrecionalidad mayor es el poder y, subsecuentemente, la responsabilidad.
Lo dicho permite entender mejor que el derecho es una realidad paralela, una ficción política o una construcción de significados arbitrarios que son lo que son, simplemente porque el poder así lo decide e impone y, en ese tanto, el derecho se erige como el discurso del poder y ya no solo como su recurso para disimular la violencia intrínseca a su ejercicio. Y, así, por esa vía, el derecho se impone en tanto legítimo y razonable, disimulando la violencia intrínseca a todo ejercicio de poder.
De tal suerte, que cuando por decisión política el derecho deja de ser razonable, deja también, irremediablemente, de ser legítimo, dando paso a la arbitrariedad. Y eso, justamente eso, es lo que cabe identificar e incluso denunciar, que viene acaeciendo a propósito del proyecto de ley de extinción de dominio (expediente legislativo 19.571).
Licencias lingüísticas. Cabe decir que tanto los que propusieron el proyecto antes como los que lo promueven ahora –que no necesariamente son los mismos–, se han dado gusto concediéndose algunas licencias lingüísticas con la deliberada intención de evitar suspicacias, doblegar guardias y soslayar garantías. Recurriendo, para ello, a un sinfín de estafas lingüísticas que pretenden cambiarlo todo sin pagar el precio político derivado.
Identifico, cuando menos, tres clarísimas y típicas estafas de etiquetas.
Primero, se han dejado decir que el proceso especial para extinguir el dominio no se dirigiría contra personas, sino contra bienes. Lo que, en su máxima reducción “lógica”, supondría que detrás de esos expedientes judiciales habrá cosas que valen per se, sin necesidad de estar ligadas a un ser humano.
Es decir, según ellos, no se extingue la propiedad de alguien sino algo así como bienes cuasiaéreos que flotan en el limbo sin relación con un “afectado” (art. 3) de carne y hueso.
Extinguiéndose, de paso, la inocencia de ese “afectado”, desde que se presume su culpabilidad y, por defecto, se extingue su dominio sobre el bien (art. 3).
Claramente, siguiendo por ese trillo, llegaríamos a la supeditación de la persona a la cosa, tal como era en un principio y por los siglos de los siglos, hasta la llegada de la Ilustración. Hito a partir del cual las primeras pintas de humanismo se impusieron como contención ante la extrema importancia que se le daba a las cosas y el subsecuente sometimiento cosificado de la persona.
Otro cuento. Hoy el cuento es otro, y al ser humano como entidad central el Estado le debe no solo reconocimiento pleno, sino también tutela jurisdiccional ante cualquier abuso de sus derechos fundamentales, incluso cuando estos los perpetra el mismo Estado. En cuenta la propiedad, la libertad, la honra, la identidad e incluso la tranquilidad que solo se garantiza cuando el administrado sabe a qué atenerse (principio de legalidad).
Segundo, los promotores de la extinción de dominio tampoco han dejado de negar la inversión de la carga de la prueba, a partir de su proyecto, siendo este un vicio procesal gravísimo inconforme con la Constitución y el bloque de derechos humanos vigente.
Suponen que en adelante será mejor hablar de la “carga dinámica de la prueba”, expresión nada feliz que cierto recetario internacional mandó a cocinar a quienes aquí se acostumbraron desde hace rato a tomarles el dictado a ciertas embajadas y organismos internacionales bien fondeados y aún mejor apadrinados.
Tercero, los responsables de este ocurrente plantón frente a la criminalidad organizada vienen afirmando, curiosamente, que la extinción de dominio está fuera del derecho penal. Nos sorprende, a partir de ahí, la sola lectura del proyecto (artículo 9) en tanto dispone que “para la fase investigativa se acudirá a lo previsto en el Código Procesal Penal (y) se podrán utilizar las herramientas de investigación autorizadas para el proceso penal”. ¿Somos o no somos?
El autor es abogado.