He conocido individuos a los que no vacilaría en calificar de virtuosos de la vida. Viven con la misma destreza con que yo ejecuto escalas de la mayor en el piano. Como si tuviesen una secreta calistenia o gimnasia del vivir. Supongo que, a fin de cuentas, vivir es un talento, el talento de los talentos, ese que posibilita a todos los demás.
He conocido gentes que, pese a su vasta cultura, su inteligencia excepcional, su bondad, su honestidad, eran completamente inaptas para vivir. Por poco, virtuosas del dolor y el autotormento. En ellas, todos los atributos mencionados no solo no combatían su desdicha, sino que contribuían a enconarla. De haber sido incultos, tontos y deshonestos, quizás habrían vivido mejor. Su vocación era la infelicidad, y la cultivaron, depuraron, ensayaron hasta lograr en ella un nivel de excelencia ejemplar. Trágico, pero en absoluto sorprendente: nos haremos diestros en todo aquello que practiquemos regularmente, en cuenta la miseria moral.
Día tras día, encarnan el papel de Heautontimorumenos, personaje de Terencio: “el torturador de sí mismo”. Pero lo que nos hace reír en la comedia del dramaturgo es, en la vida real, una pesadilla insondable en su horror, y bien califica como una de las definiciones posibles de la depresión clínica, o del infierno.
Paso revista a mi vida, y advierto que no hay enemigo que haya logrado infligirme una centésima parte del dolor que me he administrado a mí mismo.
El autor es pianista y escritor.