Como señalaba el profesor italiano Alessandro Baratta, desde la ideología del humanismo y del Estado constitucional se ha intentado presentar la pena pública como un remedio que, a pesar de su amargura, es todavía eficaz contra la violencia.
Pero por el contrario, se ha manifestado como una herramienta totalmente ineficaz para resolver los problemas de la criminalidad, ya que, pese a los aumentos constantes de penas, los hechos delictivos siguen creciendo. Sin lugar a dudas, resulta urgente un replanteamiento del asunto.
La separación entre las políticas de desarrollo humano entendidas, según lo expresado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo Humano, en tres dimensiones elementales (salud, instrucción y acceso a los recursos materiales), conduce irremediablemente a una forma inadecuada de interpretación de los pactos sociales y políticos que sustentan las distintas constituciones.
En esa dirección se nos plantea una ineludible reafirmación de nuestro pacto social, para reconducirlo por el camino de garantía de la inclusión de quienes han sido históricamente marginados de una política de desarrollo social y protección integral de los derechos civiles, sociales, económicos, culturales y de participación.
Solo el aseguramiento de estas condiciones podrá permitir el desarrollo de un derecho penal que privilegie la persecución de los hechos de criminalidad que verdaderamente afectan y lesionan de manera sensible la armónica convivencia social y ponen en serio peligro la estabilidad democrática del país.
La penetración del crimen organizado, del narcotráfico y otras manifestaciones criminales de complicada investigación y persecución debería ser colocada como norte de intervención de las entidades competentes.
Es el momento de cuestionarse la reiterada y costosa intervención del sistema penal para perseguir conductas cuya incidencia, fundamentalmente patrimonial, es mínima en este tipo de infracciones.
Estas bien pueden ser atendidas mediante mecanismos de solución más eficaces y, sobre todo, de menor afectación, no solo para los derechos humanos de quienes acaban en nuestras saturadas cárceles, sino también de familias enteras que, en cantidad cada vez más numerosa, sufren los estragos de la desintegración y el abandono estatal.
La reubicación de personas privadas de libertad que ha planteado el ministerio a mi cargo, como salida de emergencia para impedir que la caótica sobrepoblación nos produzca resultados que tendríamos que lamentar a corto plazo, está fundada en criterios técnicos ya expuestos y deja claro que no se trata de “liberación masiva de personas condenadas a prisión”, sino de la modificación del programa de atención.
La experiencia de cárceles latinoamericanas incendiadas, colapsadas por el hacinamiento y estructuras inadecuadas, con cientos de muertos como resultado, es un claro mensaje de lo que nos ocurriría si no actuamos a tiempo.
Sin embargo, debemos asumir responsablemente que, y este es, efectivamente, el mensaje que con mayor acento quisiera transmitir, es una respuesta transitoria a un problema que debe atenderse desde ópticas más profundas, con el concurso ineludible de todos los actores involucrados.
Nuestra pretensión es, además, hacer énfasis en la urgencia de asumir la revisión profunda del sistema penal y definir con claridad hacia dónde debe dirigir el Estado sus esfuerzos.
Es indispensable un ajuste en el sistema de penas, de manera que se incrementen las alternativas a la reclusión carcelaria. Debe redefinirse el carácter de la sanción, reducir el abuso de la prisión preventiva y revisar la conceptualización de los tipos penales, así como enfatizar la formación profesional de los encargados de intervenir en estos procesos.
La participación ciudadana, de igual forma, se convierte en una arista de indiscutible consideración, tanto en las tareas de prevención como en el soporte de las políticas de reinserción social.
Momento histórico. Nunca como ahora el momento es el propicio para generar esta articulación. La crisis del sistema penitenciario nos abre la oportunidad de dar el salto cualitativo hacia una revisión profunda de las políticas penales.
Esta debe hacerse desde la óptica de una política integral de protección de los derechos humanos y del reconocimiento de que la seguridad no es solo la protección ciudadana contra los hechos criminales, sino también la necesidad de asegurar derechos a la vida, la libertad, el libre desarrollo de la personalidad, a expresarse y comunicarse, a la calidad de vida y al derecho a controlar e influir en las condiciones que los propicien.
Lo dijo el escritor Eduardo Galeano, las cárceles reflejan nuestra realidad más escondida, es momento de airear, responsablemente, una realidad que nos compromete y nos afecta a todos.
Es el momento de construir una política criminal de manera integral.
Cecilia Sánchez R. es ministra de Justicia.