La palabra trol irrumpió en la cabeza de los costarricenses con una fuerza como solo lo había hecho el término covid-19. El vocablo viaja en los buses, se repite incontables veces en cafeterías y gravita como un siniestro duendecillo sobre el firmamento nacional.
Esperanza fue el anhelo con que se inició el 2023, pero el eterno y alentador deseo debió retirarse apresuradamente de las mentes, expulsado por cuatro letras más a tono con los modernos y digitales tiempos que corren.
Atrapado por el vértigo que produce, diré algunas cosas sobre la palabra trol. Unos se la toman en serio y con preocupación; otros, la miran con curiosidad; y una buena cantidad hacen fisga de su nombre.
Pietro, Josué o Isabela, cualquiera le viene bien a un personaje de varias caras que se ponga con brutal desvergüenza la que el dinero le encomiende. Pareciera ser un buen negocio desprenderse del propio y auténtico rostro para enfundarse en el de los que no dan la cara.
Si ya esta es una desgracia moral y mercantil, la otra desdicha, que corre paralela, es el hombre o la mujer que contrata un trol para difamar o deslustrar a cuantas personas u organizaciones califica de enemigas.
Seamos honrados y aceptemos que algunos de nosotros hemos consentido en alguna ocasión en dejar crecer dentro sentimientos de rencor y venganza, particularmente hacia quienes no muestran una sumisa complacencia con nuestros criterios y acciones, y directamente nos señalan nuestros errores u omisiones. No obstante, el cerebro nos previene de creer que nos reputemos como la exclusiva encarnación de los aciertos y buenas decisiones.
Si yo juzgara que cada señalamiento que se me hace es arbitrario e injusto, y quisiera buscar a otro para que se desquite en mi nombre, ¡me vería en la necesidad de gastar hasta el último de mis colones en contratar a un ejército de troles debido a la multitud de enemigos que creería tener!
A quien en su precipitada ira “le da duro” al adversario sin alquilar una boca o un teclado ajeno, cuando menos se le puede conceder el crédito del atrevimiento o la desfachatez. Se le puede considerar un acto de arrojo y mal contenido carácter mirar a los ojos del otro para lanzarle en la cara el odio, la ojeriza y todo el espectro de infectados sentimientos que puede almacenar un alma medio intoxicada y ponzoñosa.
Pero, por el contrario, este exiguo reconocimiento se lo niego a quienes usan —y aún más despreciable, pagan— a otras personas para urdir su trama de insidias. Utilizar una lengua digital que no sea la propia para estos fines es una cobardía o la más cínica forma de encubrirse.
En el indecente juego de trolear no hay dos protagonistas sino tres: dos verdugos y una víctima elegida. En este sentido, la impudicia del pagador y la desvergüenza del pagado, aun siendo ambos impulsos sacados de un pozo de miasmas interiores, no constituye la profundidad de lo peor. Lo execrable es que el trol llena su cabeza de un arsenal de mentiras y difamaciones para desollar a personas y organizaciones.
Desollar significa literalmente quitar o arrancar la piel, y el digital procedimiento quirúrgico que practica el trol es deliberadamente lento y machacón. Es un mal galeno para la medicina, un excelente cirujano para quien lo contrata y el más feroz de los verdugos para quien lo sufre.
El autor estadounidense del siglo diecinueve Edgar Allan Poe escribió un relato corto titulado El demonio de la perversidad. Omitiendo los detalles de la narración —un hombre mata a otro para heredar su riqueza—, la idea central del relato son los impulsos autodestructivos que conducen a una persona a su perdición.
La perversidad, paradójicamente, no se dirige hacia el mal que hacemos a los demás, sino el que nos infligimos a nosotros mismos: es como un demonio interior que nos incita a realizar acciones perversas que con el tiempo fatalmente nos perjudicarán.
Cuando las maquinaciones de los troles y de quienes los usan son descubiertas y expuestas al público, la trama experimenta un revés: los desollados renuevan su piel con un tejido más vigoroso y sin mácula, y los verdugos se despellejan a sí mismos sin haber advertido que su perversidad los hizo trolear hacia el despeñadero de su propia ruina.
El autor es educador pensionado.