Los políticos suelen ser malos curanderos, confunden la gordura con la hinchazón, como en el caso del servicio de taxis, los porteadores y ahora Uber.
La Ley 7.969, de diciembre de 1999, estableció el marco general mediante el cual se otorgarán las placas taxis; posteriormente, en el 2011, mediante la Ley 8.955, se modificó el Código de Comercio y la misma Ley 7.969 para dar cabida a los porteadores. En teoría, era poner fin a un añejo problema con este último grupo de transportistas.
Ahora existen dos nuevos conflictos en el mismo ámbito del transporte.
Por un lado, los porteadores reclaman más placas para operar, a lo cual, como es lógico, se oponen los taxistas rojos; por el otro, llega Uber, ofrece un servicio de taxi diferente, que las leyes no prevén, y, como era de esperar, se oponen tanto los taxistas rojos como lo porteadores.
El problema radica en que autoridades y políticos no hacen más que ver este tema a la luz de lo que dicen las leyes citadas y pretenden resolver todo dentro de ese marco, sin entrar a analizar la lógica de las leyes mismas.
Ambas son leyes que nacieron viciadas de irracionalidad, pues fueron redactadas por los políticos de turno para resolver conflictos con grupos de interés y no para beneficiar o proteger al consumidor. El pecado central de ambas leyes está en que crean, sin justificación, monopolios a favor de los grupos que las negociaron.
¿Cuál es la razón para que el Estado tutele el servicio de taxi? Debería ser el beneficio público, es decir, garantizar la seguridad y la calidad para el usuario; sin embargo, no es así.
El Ministerio de Transportes interpreta que su tarea es asegurar los ingresos de los taxistas, como lo expone ante la Procuraduría el propio Consejo de Transporte Público (CTP): “Por consiguiente, al Consejo de Transporte Público (…) le corresponde asignar los permisos especiales estables de taxi, sin afectar el principio económico financiero del servicio público, modalidad taxi” (tomado de la consulta del CTP a la Procuraduría, del 18 de febrero del 2015).
Posteriormente, en la respuesta de la Procuraduría al Consejo (dictamen 78 del 13 de abril del 2015), esta reafirma el criterio de que el Estado debe garantizar la estabilidad económica del negocio de taxi, al señalar: “La normativa (…), evidentemente, obliga a las autoridades del CTP a actuar con prudencia en el otorgamiento de permisos especiales estables de taxi (…) a fin de no afectar el equilibrio económico financiero de los concesionarios de taxi”.
Con lo anterior queda claro que el Estado aplica la normativa para asegurar la estabilidad financiera del negocio de los taxistas, no necesariamente para proveer calidad y seguridad al usuario ni tampoco para promover una mayor competencia.
Las preguntas que surgen de inmediato son: ¿Por qué el Estado tiene que garantizarle a un grupo económico la estabilidad financiera? ¿En qué se diferencia el negocio de taxi del de panadería o de pulpería? ¿Por qué el Estado no nos garantiza esa estabilidad financiera a todos los que emprendemos un negocio cualquiera?
La respuesta es que los políticos de turno aprobaron las leyes 7.969 y 8.955 para congraciarse con los taxistas, primeramente, y luego con los porteadores. Esto creó un monopolio a favor de ellos y en perjuicio del usuario.
Las raíces de esas leyes están viciadas por una lógica que contradice los principios de la economía. Mientras el Gobierno siga empecinado en resolver el conflicto del transporte de taxi con base en ellas, solo podrá encontrar soluciones igualmente ineficientes y dañinas para el consumidor.
El servicio de taxi debe ser regulado para garantizar la seguridad y la calidad del servicio para el usuario, no para asegurarle los ingresos a ningún taxista.
Las leyes 7.969 y 8.955 deben ser reformadas para romper el monopolio y permitir que todo aquel que cumpla con la normativa de seguridad y calidad pueda ingresar al negocio de taxi, igual que podemos ser panaderos, pulperos o carniceros.
Desde esa perspectiva, bienvenidos los taxis rojos, los porteadores y también Uber, y que el usuario decida.
Martín Zúñiga fue gerente de Procomer.