Primera escena: alrededores de La Sabana. De lunes a viernes, las calles aledañas son parqueo de cientos de trabajadores de empresas circunvecinas. Un tropel de cuidacarros enfundados en chalecos reflectantes toma las calles, las esquinas, las aceras, las intersecciones, las entradas de casas desocupadas, en fin, cualquier espacio disponible es sujeto de apropiación temporal a cambio de unas monedas.
Durante los fines de semana, son las calles que circundan el parque las que son tomadas por familias que hacen uso de uno de los espacios urbanos preferidos por los josefinos. Sea entre semana o los fines de semana, existen múltiples parqueos públicos con espacio disponible que no son utilizados.
Se pregunta uno, cuando ve algunos de los modelos de automóviles que toman las aceras del parque como estacionamiento, si el pago del costo del parqueo será el motivo que desalienta su utilización o más bien la comodidad de bajarse justo al lado del parque, aun cuando se vaya a practicar deporte.
Segunda escena. La ruta que comunica La Uruca con Rohrmoser, por el llamado “Bajo de los Ledezma” (aunque se repite en muchas otras zonas). Antes y después del puente que cruza el río Torres, los vecinos de dicha localidad –permitiría afirmar cualquier cálculo de probabilidad– lanzan a la acera todo lo que no les sirve: colchones, televisores, muebles, escombros, latas, etc.
De tanto en tanto, la Municipalidad de San José envía camiones recolectores a limpiar la zona, a la espera de que, algunas semanas después, se repita la escena de forma interminable.
Se pregunta uno, ¿será mejor que lancen la basura a la calle que al río? Quizá, pero sería deseable que el municipio tomara alguna medida proactiva, como negociar con la comunidad un día de recolección de basura “no tradicional” o la colocación de un recolector fijo en donde los vecinos coloquen sus desechos.
Tercera escena. Cualquier poste de alumbrado público, puente o infraestructura pública en la zona metropolitana. Publicidad artesanal promociona todo tipo de servicios, pero dos en especial resaltan por su frecuencia: “Aire acondicionado 10.000” –con una tipografía ya posicionada en el imaginario josefino– y “Préstamos sin hipoteca y sin fiador”. Sin embargo, muchos otros bienes y servicios se publicitan sin ninguna consecuencia y sin regulación, sin más caducidad que la que el tiempo tiene a bien dispensarles.
En otras latitudes, una reglamentación sencilla que responsabiliza al anunciante de los rótulos no autorizados y le impone una multa ha sido la solución o quizá, por lo menos, la revancha para quienes ensucian visualmente la ciudad.
Las tres escenas, además de lo cotidiano, tienen algo en común: un uso privativo del espacio público, que lejos de ser de todos, es de nadie. Así lo conciben muchos ciudadanos, quizá porque nunca nadie les ha enseñado lo contrario, y, lo más lamentable, es como lo tratan muchas instituciones del Estado, en especial, los municipios.
Esa concepción de lo público como tierra de nadie, de lo público como sujeto de apropiación por el más astuto, corroe nuestra sociedad a todos los niveles.
La solución a largo plazo sin duda es la educación, pero a corto plazo debería afrontarse el problema con sanciones y algo de disciplina, pero ¿a quién le importa el espacio público? En realidad, a nadie.
El autor es abogado.