Dos cosas deberían estar más claras a esta altura. Primero, la investigación legislativa no fue concebida para analizar económicamente el mercado del cemento, así como tampoco para revisar las prácticas comerciales de Holcim y Cemex. Ese es cemento de otro costal.
Y lo segundo que debería quedar en claro por ahora, es que aquí, de lo que se trata, de lo que realmente nos ocupamos quienes seguimos pensando que a este país todavía podemos rescatarlo de tanta improvisación y estulticia, es de aclarar las incongruencias entre el relato del propio presidente de la República y las actuaciones probadas de sus amigos más cercanos. Esos que él —y nadie más— escogió como compañeros de ruta. Esos que él —y nadie más— aún hoy conserva a su lado.
No está en discusión ni importa mucho a los efectos de una investigación sobre probidad pública, si el precio del cemento bajó o si logró colarse un único actor minúsculo en el mercado cementero, en cuyo caso, lo más que se habría logrado, es pasar de dos jugadores enormes a un escenario con esos mismos dos viejos zorros musculosos y un flacucho que come “de a prestao” y así la pulsea desde la banca. ¿O acaso debería escribir más correctamente: desde la Banca?
Algo feo. Esos dos esclarecimientos resultan capitales, siendo que no pareciera estar del todo claro que lo que ha venido ocurriendo es muy serio y además feo; muy feo. Y, en ese tanto, es tan importante entender de qué se trata todo el cuestionamiento periodístico sobre el cual se han montado los diputados al investigar, para desde ahí, con mayor claridad, tener muy presente que estamos ante un caso de presunta improbidad y no ante un estudio de teoría económica o una clasecita de ideología política.
Porque solo teniendo eso muy claro es posible adentrarse un poco más y “ver cosas” que, mientras a los otros no les interesa que se vean, a nosotros, “los de a pie”, tal vez se nos puedan pasar por alto.
Dicho en directo: una cosa sería el tráfico de cemento y otra el tráfico de influencias. O lo que es igual, una cosa sería abrir mercados, como el de la electricidad, petróleo, arroz, azúcar o incluso lácteos —por enlistar algunos que han faltado olímpicamente en la explicación gobiernista de tan grisáceo entramado—, y, otra muy distinta, sería que esa apertura se haga tan mal planificada, que unos “vivazos” arribistas, valiéndose de tanta improvisación, hicieran negociazos, y, lo que es peor, financiados por todos nosotros (banca pública) como presuntamente se viene acusando desde los medios de comunicación escrita, principalmente, y el Legislativo, refractariamente.
Entonces, cabe reconocer al menos, frente a tal cúmulo de evidencias, que estamos ante algo mucho más serio y enraizado que un “reacomodo de intereses” que, visto con crudeza, al parecer podría interpretarse con la simpleza de un criollismo: “quítate vos pa' ponerme yo”. Que si es como ahora ellos nos vienen a explicar el cambio —según escuché en un reconocido programa radiofónico—, si es a partir de esa síntesis tan soberbia y chata que vienen a explicarlo, si a eso vienen limitando su lectura de ese cambio prometido, ahora que están en el poder, déjenme reprocharles al menos, que ni las rutas merecieron llamarse de la alegría, ni este, el gobierno del cambio.
Hay más. Pero aún hay más que aclarar o evidenciar. Dos elementos adicionales que, no obstante, no por ello son menos importantes. Dos momentos de toda esta tragicomedia que, si asomamos, “despacito, pasito a pasito” —como para “bautizar” con un poco de ritmo toda esta arritmia ejecutiva—, obligan a preocuparnos todavía más, en defensa del Estado de derecho. De nuestro Estado y nuestro derecho, no hay que olvidarlo.
Lo primero, al presidente le agarró un poco tarde para reafirmar a su gabinete al hacer expreso, hasta ahora, que solo sus ministros hablan por él. Claramente, hasta este lunes, a prácticamente medio año de su salida, todo el país percibía otra cosa: tácitamente entendíamos que uno era su heraldo en temas de economía social solidaria, cooperativismo, trabajo y otros temas del sector social. Es más, no era muy imaginativo reputarlo como su jefe de fracción in pectore. Mientras el otro era “el mero mero” en materia de seguridad y banca.
E incluso, y de un tiempo acá, el zar de atención de emergencias y reconstrucción de acueductos, vías públicas, dragado, etc. Estirando su alcance hasta el Ministerio de Economía, como hoy resulta palpable e innegable.
Y quede claro que no es que los costarricenses seamos ocurrentes ni malpensados. Es solo que no nos gusta hacernos los tontos ni que nos vean esa cara. Y, dicho esto, evidenciar que, deliberadamente, todo el mensaje político del presidente desde su primer día de mandato, estuvo dirigido a empoderar a sus tres grandes amigos públicos.
Con algunas adherencias temporales o transitorias que no le hicieron mella a esa “santísima trinidad” que, cual corte pretoriana, se erigió como el hub de operación política de esta administración —léase: del presidente—. Algo así como el verdadero Centro de Gobierno tras el poder formal.
Pero esto no solo dice del presidente y su manejo político, que al parecer no se limita a actuaciones de mano derecha transparente y diáfana, sino que incorpora un prontuario de mano izquierda indirecta y maquiavélica. Todo esto también dice de algunos ministros disminuidos, quienes se han dejado rebasar por esos heraldos, esas cortes, esos rasputines criollos, en fin, por esos amigos del presidente.
Ministros que se han hecho de la vista gorda, acomodándose en su palco gubernativo sin complicarse en reclamar y hacer valer su autoridad, tanto dentro como fuera del Consejo de Gobierno. Siendo que, en efecto, los únicos que desde un principio debieron hablar por el presidente, eran sus ministros y nadie más. Eso parecía una obviedad. Pero eso no fue así, por más piruetas disimuladoras que ensayen ahora los unos y los otros, a conveniencia y con vitaminado cinismo.
Todo lo cual cobra especial sentido hoy, cuando el presidente por fin se percata de que no tiene amigos —según su dicho—. A lo que tantos ciudadanos desilusionados respondemos: ¿Un poco tarde, no?
El autor es abogado.