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14/6/2021/ Allanamiento en el Conavi. / Fotografía: John Durán (JOHN DURAN)
Los escándalos de corrupción desencadenan titulares, megaoperativos, prisiones preventivas, memes en las redes sociales y, comprensiblemente, la indignación ciudadana.
Las respuestas a estas situaciones se traducen en campañas para promover la integridad en la función pública, el endurecimiento de penas y, en general, en una labor represiva cuyos efectos son difusos, pues poco tiempo después aparece un nuevo escándalo.
La corrupción se ve como un problema fundamentalmente policial o penal, cuando en realidad constituye el efecto del alto costo de las leyes y la falta de potencialización de la economía de mercado.
Las leyes no son neutras o gratuitas; son, más bien, costosas, porque implica mucho tiempo e información cumplirlas: un sinnúmero de trámites, una cantidad enorme de requisitos, etc.
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Según el premio nobel de economía Ronald Coase, dos aspectos son esenciales para entender la interacción entre la economía y las leyes: las leyes, como fuente principal del derecho, suelen ser eficientes y aspirar a un óptimo económico, y su función, además de regular, es reducir el tiempo y la información de los ciudadanos para efectuar una transacción. Como el tiempo y la información son recursos invaluables, las leyes deberían resguardarlos de manera consistente.
En el ensayo La economía de la corrupción, el jurista peruano Enrique Ghersi afirma que las leyes serán incumplidas si requieren mucho tiempo e información de las personas.
Ghersi lo denomina el costo de la legalidad. En otras palabras, las personas reciben un mayor beneficio cuando ignoran una ley que cuando la cumplen. Por tanto, la corrupción, expresada por medio de un soborno o de un pago para agilizar un trámite, se convierte en una alternativa muy práctica para reducir el costo de una legislación onerosa.
La solución es reducir ese precio por medio de una economía de mercado que promueva la libertad económica, facilidades para la iniciativa privada y la simplificación normativa, por lo que los ciudadanos necesitarán invertir menos tiempo y brindar mucha menos información para materializar sus proyectos.
En contraposición, en una economía donde imperan la sobrerregulación y el intervencionismo, los ciudadanos se ven inmersos en una compleja maraña normativa para llevar a cabo sus actividades económicas.
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Todo lo anterior puede ser fácilmente comprobado mediante algunos índices. El índice de percepción de corrupción que publica anualmente Transparencia Internacional confirma que en el 2020 países como Suiza, Nueva Zelanda y Singapur sobresalieron por ser los menos corruptos, y Cuba, Venezuela y Corea del Norte destacaron por lo contrario.
De acuerdo con el índice de libertad económica de la Fundación Heritage, los países más ricos son aquellos que gozan de libertad económica. En el 2021, los primeros lugares son ocupados coincidentemente por Singapur, Nueva Zelanda y Suiza. No es casualidad que los últimos lugares los ostenten Sudán, Venezuela, Cuba y Corea del Norte.
Si además agregamos la facilidad que brindan los países para hacer negocios de conformidad con el Doing Business Index 2020, del Banco Mundial, la correlación es contundente: en los países donde se fomenta la libertad económica y la facilidad para hacer negocios la corrupción se reduce de manera dramática. Cuando hay más libertad, hay menos corrupción.
La corrupción no se va a solucionar únicamente mediante la coerción o con clamores populares. Las leyes son onerosas, pues involucran un costo expresado en tiempo e información. Si ese precio es muy alto, el incumplimiento se convierte en una opción beneficiosa para el ciudadano. Es una cuestión de costo–beneficio.
La solución para combatir la corrupción es la reducción del costo de la legalidad por medio de la economía de mercado. Como diría Ludwig Von Mises: «El intervencionismo engendra siempre corrupción».
El autor es abogado.