Sin ánimo de ser negativo, creo que no están dadas las condiciones para un gran acuerdo nacional que cree condiciones para que los principales actores políticos muestren que efectivamente cuentan con personas capaces de dar respuesta a las múltiples y complejas demandas de los ciudadanos.
Partiendo de esta opinión, me tomo el reto de atender la interpelación que hace Saúl Weisleder a pensar sobre el devenir futuro de nuestro país, en su artículo “¿Llegó por fin el momento?” ( La Nación, 16/9/2016).
Las condiciones económicas y culturales, aclaro, quizá sí existan. Las primeras, porque las principales variables macroeconómicas del país muestran un comportamiento estable y no se proyectan shocks internos o externos que pudiesen alterar sustancialmente los objetivos del programa macroeconómico del Banco Central.
Las segundas, porque la cultura política costarricense, tendiente al centrismo, no haría descabellado que la población apoyase una iniciativa que reinvente dentro de sus propios cimientos al estilo de desarrollo que ha sido característico en el país en los últimos 80 años.
Las limitaciones existentes son, ante todo, de carácter político y sociológico.
Agenda mínima. En el ámbito político, supongo que una opción sería que los diversos actores aceptasen converger en agendas mínimas de proyectos de ley de interés común y en lineamientos éticos para la gestión que la sociedad de la información del siglo XXI precisa. En Liberación Nacional ya Oscar Arias y José María Figueres han hecho esfuerzos y consultas en ese sentido. En el PAC, Ottón Solís. En las organizaciones sociales, los sindicatos y las ONG han hecho lo suyo.
Sin embargo, no hay una agenda del país que haya podido derivar de ello. La atomización de intereses y los gremialismos siguen predominando. El dilema del prisionero no ha sido resuelto y como país escogemos la opción perder-perder.
En el ámbito sociológico, si entendemos que el devenir de las sociedades se explica –al menos en parte– por la síntesis derivada de las contradicciones de clase o de intereses o de visiones de los diversos grupos que las componen, tampoco ha llegado nuestro país a una acumulación de tensiones tal que empuje “el momento”.
Hace un tiempo pensaba que quizá para el bicentenario de independencia (2021) podía ocurrir, pero las tensiones han bajado considerablemente. En ese sentido, ocurre una especie de “autorregulación” de las tensiones, favorecido por el manejo menos polarizante (no necesariamente más complaciente) de este gobierno de sus relaciones con las organizaciones sociales, por algunos buenos acuerdos legislativos y porque la infraestructura económica sobre la que se erige nuestra estructura institucional y productiva se mantiene intacta a pesar de sus limitaciones y mecanismos de perpetuación de la desigualdad.
De esta forma, parece ser que el país no se encuentra aún a las puertas de un punto de quiebre del statu quo.
Idiosincrasia. Ahora bien, sin ánimo de pecar de optimista, pienso que Costa Rica no es el Estado fallido que algunos actores políticos enarbolan como idea para que surjan liderazgos mesiánicos (de izquierda o de derecha).
Muy al estilo de los rasgos culturales de la idiosincrasia costarricense, el país está en un nivel medio de desarrollo que no llega a alcanzar la ampliación de capacidades y libertades de las sociedades escandinavas, pero que de ninguna forma debe restar mérito a la democracia política, a la presencia de hospitales y escuelas en prácticamente todos los distritos del país, a las altas tasas de alfabetización y de provisión de servicios públicos que tiene nuestra población.
Para bien o para mal, los políticos y los partidos políticos no gozan de la credibilidad necesaria para crear esa gran agenda que contemple la diversidades de intereses, de sentires y de anhelos de nuestra diversa Costa Rica.
Por eso me inclino más a pensar que serán las nuevas tensiones que ocurran a mediano plazo las que creen las condiciones para “el momento”.
El gran reto de los actores políticos es buscar los mecanismos que hagan que la agenda del país sea la de todos y no de corporaciones cuatrianuales que detenten coyunturalmente el poder.
El autor es economista.