Hay que tener salero… ¡Sí, señor! Y arriesgarse a innovar. Pues claro que sí. “¡No te fastidia! ¡A mí con medias tintas...!”, parece haberse dicho el viceministro de Trabajo –hoy exviceministro–, Harold Villegas. Que si hubo una animadísima cena en un edificio público, alcohol y baile incluidos, en la que él habría sido un asistente importante, dado su alto cargo; que si… etcétera, etcétera, etcétera.
Y, lejos de amainarse ante escarnios y tempestades, se lanzó al vacío sin paracaídas, como los valientes, como los grandes que han marcado los derroteros de la humanidad.
Resulta que don Harold, con ese aspecto tan juvenil y fresco, casi de niño precoz, de enfant terrible, decidió crear un nuevo género informativo y su respectivo neologismo. Se trata ni más ni menos que de la autoentrevista. Ahí es nada.
La verdad, sin por ello quitarle ningún mérito, que es mucho: cómo no se le ha ocurrido antes a nadie…, con lo fácil que es. ¡Diablos, cómo no se me ha ocurrido a mí! Simplísimo: en vez de dejar que cualquier individuo de ese incómodo –más bien, detestable– gremio de los periodistas le pregunte a uno lo que a él le dé la gana, uno se pregunta a sí mismo y sanseacabó. ¡Grandioso!
Llego tarde –demasiado tarde– a la cita con la fama y la inmortalidad, lo sé, y, ¡oh Dios, qué tragedia!, por eso mismo, nunca seré famoso ni inmortal, pero, a pesar de los pesares, formaré parte de los primerísimos escribidores –que “escritores” es mucho decir– en echar mano de este formidable y recién creado recurso: la autoentrevista.
Ingente dolor. Como yo también tengo mi corazoncito, confieso, sin embargo, mi ingente dolor por este inteligente hallazgo, que tanto ayuda a la estabilidad emocional y buena imagen del entrevistado, pero que también –¡terrible y notable contradicción!– pone a los periodistas en serios aprietos de seguir viviendo de su profesión, sobre todo a los entrevistadores. He ahí el motivo de mi desazón.
Al pensar en ese enorme perjuicio que se les avecina a los desagradables periodistas, pues sus empleos quedarán en el aire y, en consecuencia, ellos y sus familias se las pasarán pero que muy mal, prefiero, en el fondo, no haber sido el descubridor de la autoentrevista. Lo digo de verdad, aunque no sea yo un santo, ni modelo y ejemplo de nada. En fin, en mi mente y en mi alma se agolpan muchas ideas y sentimientos contradictorios que me desvelan.
En los inicios de la Revolución industrial, los trabajadores quemaron muchas de las máquinas que, supuestamente, les dejarían en la calle. Hoy, los robots representan la misma amenaza. Afortunadamente, las consecuencias no han sido tan catastróficas. Pero, al parecer, la autoentrevista sí liquidará a buena parte de los periodistas, que se meten siempre donde no les importa. Así de claro.
Sutil distinción. Y es que se debe hacer aquí la muy sutil y dificilísima distinción entre el profesional del periodismo y el “hombre de carne y hueso”, para expresarlo en términos del gran Miguel de Unamuno. Pues bien: ese hombre, ese individuo, esas carnes y esos huesos son los que, sinceramente, me preocupan. Eso sí, el gremio… ¿el gremio?... ¡que se pudra! Y la sociedad, también. ¡A cuenta de qué la gente ha de saber tantas y tantas cosas de quienes la gobiernan! ¡Ay!, esa maldita manía periodística de querer enterarse de todo, de la vida y las actuaciones de los demás. Un sabio adagio olvidado: “Cada uno en su casa, y Dios en la de todos”.
A modo de paréntesis, me adelanto ahora a hacer mi pequeño aporte a esta neonata modalidad informativa: toda autoentrevista debe efectuarse, necesariamente, frente a un espejo. Así se facilitará la aparición de esa arista freudiana, psicoanalítica, de ese estar ante sí mismo tratando de aprehender el propio yo en su totalidad.
Un extracto. Ya lo había dicho antes: no me ha tocado a mí ser el egregio responsable de tan genial descubrimiento, pero, al menos, sí seré uno de los primeros –creo que el segundo, después de don Harold– en utilizarlo.
Sin más dilación, antes de que cualquier entremetido se me adelante, y teniendo ya frente a mí el espejo, grande, limpio y reluciente, he aquí un extracto de mi conversación conmigo mismo, de mi autoentrevista. (Confieso, no sin cierta vergüenza, que estuve un poco nervioso).
–Usted suele escribir en la sección de Opinión del periódico La Nación. ¿Se considera, precisamente, un formador de opinión?
–Por supuesto que sí. Y, con el debido respeto, a usted le faltó añadir “gran”. No soy, pues, un “formador de opinión”, sino un “gran formador de opinión”. Disculpe usted mi modestia.
–Disculpado queda. ¿Cuánta gente le lee?
–En cierto modo, la pregunta sale sobrando, pues a mí me lee muchísima, pero muchísima gente. Eso lo saben todos.
–Y ¿cómo sabe que eso es verdad?
–Usted me conoce, ambos nos conocemos perfectamente, y sabe bien que yo jamás mentiría.
–Tiene toda la razón. Usted es impecable y un gran escritor.
–No sé si llego a tanto, la verdad. Por eso, a veces, en un alarde de humildad, me autodenomino “escribidor” (sonríe con timidez y tristeza).
–Se lo reitero: usted es un escritor fuera de serie y, por eso, tiene razón al afirmar que le leen muchísimas personas…
–Discúlpeme que le interrumpa, pero sus elogios me ruborizan un poco.
–Perdóneme, pero ya sabe usted cuán duros y directos solemos ser los entrevistadores.
–Sí. Lo sé. Una buena muestra de ello es lo que venimos conversando usted y yo hasta el momento.
–Por cierto, ¿qué le ha parecido esa nueva vertiente informativa de la autoentrevista?
–Es algo estupendo, una genial creación de don Harold Villegas, digna de ser practicada. Y eso es lo que estamos haciendo ahora usted y yo.
–¿A pesar de lo incisivo que estoy siendo con usted, y de haberlo puesto entre la espada y la pared?
–Eso no importa y, además, de eso se trata: de no dejar ni la mínima sombra de duda sobre quién es, realmente, el entrevistado, y de incomodarlo y apretarle las tuercas para que suelte la verdad, tal como usted lo ha hecho conmigo.
Un fuerte abrazo entre ambos, entrevistador y entrevistado, o sea, un autoabrazo, puso el punto final a una autoentrevista en la que, como debe ser, primó una imparcialidad admirable, ejemplar. ¡Qué maravilloso invento!...
El autor es filósofo.