Mi amigo Luis Ángel Castro cantaba “Yo nací en medio del Valle Central, mitad hogar y mitad prisión”. Esto fue hace más de 30 años, y nunca ha sido más cierto que ahora.
La mayoría de los costarricenses vivimos dentro de un enorme agujero al que mal llamamos Valle Central, rodeado de montañas por tres de sus flancos y por el profundo cañón del río Tárcoles, por el otro.
Bosques, selvas, relieves escarpados, montes y volcanes nos aíslan de las costas, y es tal nuestro endémico “enmontañamiento”, escribió Constantino Láscaris, que nos sentimos en un tibio hogar mientras no salgamos de este confín ni de la “montadura del diamante de su San José”.
Aun así, la verdad es que sí envidiamos los goces de Europa, y por dicha tenemos cerca nuestro más “moderno” aeropuerto, no en Orotina, al final de la pesadilla 27, sino casi en la sala de este hogar. Pero la mayoría de los suministros, mercaderías y abastos, lo que importamos y exportamos, nos entran y nos salen por los puertos de Caldera y Limón. Solo es posible viajar a ellos por carretera, y solamente tenemos unas pocas, mal diseñadas, peor construidas y mucho peor mantenidas.
El hogar se vuelve prisión cuando de rodar se trata. La ruta 32 se derrumba cada vez que llega el invierno, se deslizan constantemente las coberturas de roca fracturada y vegetación de sus laderas y se cierra el paso, paso a paso.
La carretera Interamericana norte, entre San José y San Ramón, es una pesadilla de tránsito de la que no se despierta, ni de la que asoma el alba, y entre San Ramón y Esparza, sabemos que como dijo Piero mi hijo, en “Cartas a la columna”, es un trillo intransitable.
La Interamericana sur, que discurre cual serpiente por posiblemente los más bellos parajes de la jaula en la que estamos prisioneros, no carece de problemas, y nunca ha habido quien decida, siendo paradójicamente fácil por su naturaleza rocosa, ampliarla a cuatro carriles hasta San Isidro.
Y lo peor, la peor de todas las cadenas que nos atan a esta prisión, el más infranqueable de los muros del gulag, la más espinosa cerca del presidio, es la ruta 27. Increíblemente, como siervos menguados viajamos por ella y pagamos peajes absurdos por hacer filas durante varias horas a causa de un pequeño hundimiento, no obstante estar pagando a un concesionario que mancha la gloria de la patria con las enormes, desconcertantes y estúpidas presas que se forman después de cada cabina de cobro y por desdeñar el derecho sagrado constitucional a transitar cuando esta ruta pasa de cuatro carriles a dos en cada intersección de pueblo.
Nos quedan algunas discretas pero útiles rutas para escapar de la prisión, como la de Puriscal, que por la Gloria nos deja salir a la costa, o la bucólica carretera hacia Turrialba para salir al Caribe, o la típica y campesina Cinchona. Pero estas no sirven para que nos salga y nos llegue todo lo que comemos ni todo lo que damos de comer a otros pueblos lejanos.
¿Quién es el carcelero que ha convertido en prisión nuestro hogar? ¿Quién nos ha quitado lo de hombres y mujeres con derechos y nos hace vivir en la torpe abyección? La respuesta está clara: nuestro carcelero es cada gobierno de turno, cada ministerio de transportes, cada consejo vial, cada inspector de obras viales, los que no hacen por ser fácil lo que debieran hacer por ser difícil y nosotros mismos, que somos el pueblo que se aguanta los males que duran cien años.
Cuando despertemos, cuando dejemos de aguantar que los impuestos que pagamos nos terminen de encarcelar, cuando dejemos de soportar eternos estudios que nunca acaban, diseños que nunca se plasman, gasto tras gasto que no se convierte en instrumento de libertad, será cuando levantemos el brazo nervudo y pujante para espantar a los ruines esbirros que prefieren el ocio al honor.
El autor es geólogo, consultor privado en hidrogeología y geotecnia desde hace 40 años. Ha publicado artículos en la Revista Geológica de América Central y en la del Instituto Panamericano de Geografía e Historia (IPGH).