CLAREMONT – Los políticos que dan muestras de fuerza volvieron a ponerse de moda. No hace mucho, el presidente ruso, Vladimir Putin, era uno de los pocos líderes que mecerían ese rótulo. Hoy, tiene mucha más competencia.
La tendencia se puede observar en regímenes tradicionalmente autocráticos. Podría decirse que el presidente chino, Xi Jinping, es el líder más poderoso del país desde la muerte de Mao Tse-tung hace cuatro décadas.
Pero algo similar se puede ver en países a los que se había promovido como democracias jóvenes modelo. En Turquía, el presidente Recep Tayyip Erdogan, que hacía mucho tiempo que venía avanzando hacia una autocracia, ha concentrado aún más poder luego del fallido golpe militar del mes pasado. El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, ha revertido una historia de éxito poscomunista con un marcado giro hacia el antiliberalismo. Incluso en las Filipinas, donde la Revolución del Poder del Pueblo derrocó a Ferdinand Marcos en 1986, los votantes acaban de elegir como presidente a Rodrigo Duterte, un hombre fuerte confesamente populista y guerrero de gatillo fácil contra los narcotraficantes.
Incluso las democracias más estables del mundo se han visto infectadas por la manía de los hombres fuertes. En Austria, Norbert Hofer, líder el Partido de la Libertad, de extrema derecha, probablemente sea elegido presidente en octubre. Y, en Estados Unidos, Donald Trump ha capitalizado la frustración y los prejuicios de parte del electorado estadounidense para ganar un chance –que, afortunadamente, se debilita día a día– de convertirse en el próximo presidente del país.
Este abrazo de líderes que prometen que ellos por sí solos pueden resolver los problemas de la sociedad y restaurar algún pasado idealizado refleja la ignorancia generalizada de la naturaleza y las consecuencias del régimen populista. En verdad, la historia no ha sido amable con este tipo de dirigentes. Como los líderes de hoy, solían acceder al poder montados en una ola de ira pública contra los fracasos percibidos de la democracia –fracasos que no tenían ninguna intención de reparar–. Por el contrario, una vez en el poder, solían poner en práctica una agenda completamente diferente, que normalmente no hacía más que agravar las cosas.
Basta con mirar el caso de Venezuela, donde la crisis económica actual se puede vincular al gobierno desastroso de Hugo Chávez, el populista por excelencia. La gente estaba encantada con los programas de asistencia social de Chávez y, aparentemente, no le preocupaba que dependieran de los ingresos del petróleo y de la deuda externa. Mientras los beneficios fluyeran, Chávez era libre de expropiar industrias y desalentar la competencia privada. No sorprende que se frenara la diversificación económica y que, cuando los precios del petróleo colapsaron, también se desmoronara la economía.
Esto subraya una razón clave por la cual los hombres fuertes casi siempre conducen a sus países a la catástrofe. Después de conquistar a los votantes con su aparente firmeza y sinceridad, estos líderes acaparan suficiente autoridad para tomar decisiones rápidas y demostrar resultados a corto plazo –manteniendo así a los votantes de su lado mientras siguen amasando una mayor autoridad–.
Pero la firmeza conlleva un costo elevado. Sin nadie que revise su comportamiento, los hombres fuertes rara vez se hacen cargo de los riesgos a largo plazo. Al final, la prosperidad que prometieron nunca llega, o al menos no dura mucho. Por el contrario, la economía suele terminar en ruinas.
Y eso no es lo peor. Los votantes renuncian a las libertades a cambio de esa prosperidad prometida, como ilustra el caso de Rusia bajo el mandato de Putin. Putin prometió estabilidad y orden, y consolidó su poder atacando a sus opositores políticos, liberales y oligarcas por igual. Luego comenzó a destruir metódicamente las frágiles instituciones democráticas de Rusia, reprimiendo a la prensa y recortando las libertades civiles, incluida la libertad de reunión.
Menos de una década después, había erigido un régimen autocrático personal sobre las ruinas de una nueva democracia llena de defectos. Y, como en Venezuela, la falta de modernización económica y de diversificación ató el destino de la economía al mercado petrolero mundial.
La capacidad de criticar al gobierno libremente es la diferencia medular entre una democracia y una dictadura. ¿Cómo puede alguien creer, entonces, que un líder que recorta el derecho de la gente a manifestarse puede salvar una democracia llena de imperfecciones?
De hecho, la combinación de libertad de expresión y competencia electoral es la clave para mejorar las democracias, porque permite que los fallos sistémicos –para no mencionar los tropiezos de los líderes– sean objeto del escrutinio público.
El gobierno autocrático de China es famoso por evitar este tipo de escrutinio reprimiendo la libertad de información. Sus muchos elementos de censura de Internet –desde bloquear los artículos de Wikipedia políticamente sensibles hasta filtrar ciertas palabras clave de las búsquedas en línea– se juntan para formar la llamada Gran Muralla de Internet de China. Esa muralla, junto con la censura de la prensa, les permite a los líderes de China ocultar sus fracasos y destacar sus logros, por más dudosos que sean.
Putin se comporta de la misma manera. Utiliza a la prensa para enfatizar, por ejemplo, de qué manera la anexión de Crimea por parte de Rusia les recordó a los opositores occidentales la “grandeza” del país. Orbán y Erdogan parecen apelar al mismo manual de estrategia.
Es más, al igual que China, Rusia se ha embarcado en espectáculos extravagantes como los Juegos Olímpicos, en un esfuerzo por exhibir la magnificencia del país y la benevolencia de sus líderes. La cobertura de este tipo de eventos ocupa el espacio en los medios que debería utilizarse para discutir cuestiones de gobernanza serias.
Si eso no bastara para convencer a los votantes de los peligros planteados por los autócratas populistas, también se podrían considerar los estragos humanos de vivir bajo su régimen. Quizá las decenas de periodistas que han sido arrestados en Turquía desde el intento de golpe, o las familias de los muchos opositores de Putin que terminaron muertos, podrían ofrecer cierta visión del costo de vivir con un miedo constante al gobierno.
La creciente popularidad de los hombres fuertes en gran parte del mundo puede o no pregonar el inicio de una nueva era autocrática. Los hombres fuertes tienden a autodestruirse, debido a los errores colosales que condenan sus ambiciones grandiosas. Desafortunadamente, tienden a dejar tras de sí una democracia seriamente comprometida y una economía en ruinas.
En definitiva, la mejor defensa contra este tipo de desenlaces es impedir, por empezar, que los autócratas populistas resulten electos.
Los países que han elegido a este tipo de líderes deberían funcionar como una advertencia para cualquiera que se sienta tentado a seguir un camino similar.
Minxin Pei es profesor de Gobierno en el Claremont McKenna College y es miembro sénior no residente en el Fondo Alemán Marshall de Estados Unidos. © Project Syndicate 1995–2016