Las noticias sobre la violencia de las pandillas en las barriadas pobres de Costa Rica están muy centradas en el grave daño inmediato: muertes, asaltos, quema de casas y carros, agresiones con severas secuelas físicas y emocionales, desarraigo forzoso e importantes pérdidas patrimoniales.
Es comprensible: el reportero de notas rojas debe atender la escena y sus consecuencias más visibles. Sin embargo, tras la interminable sucesión de imágenes y reportes de todos los días, que uno acaba viendo sin ver realmente, excepto si se trata de un nuevo récord de violencia o crueldad, se van acumulando otras pérdidas que pasan inadvertidas.
Reino del temor. Un barrio en medio de una guerra de pandillas es como una población con toque de queda. Apenas el sol empieza a esconderse, las personas caminan con mayor rapidez, se refugian en sus casas y las pulperías se cierran. La vida de la comunidad se aligera, y cada quien se va a lo suyo. La gente habla poco, casi entre dientes. La vida social se repliega. Es el reino del temor. Pero no para siempre.
En algunos barrios, la violencia, la crueldad y el poder de las pandillas alcanzaron límites que ninguna nota roja supo comunicar, hasta que, finalmente, hubo intervención del Estado y se inició un proceso de reversión. Entonces, aparecieron brotes verdes, la comunidad volvió a compartir ese rato por la noche, luego del trabajo y antes de la comida, en la iglesia, la cantina, el pool o cualquier acera. La barriada empezó a retejerse de boca en boca. Los fines de semana, la gente volvió a buscar el frescor de la tarde en una mecedora en plena calle.
Sanación comunitaria. En Sagrada Familia, en los barrios del sur de San José, nada representa mejor ese proceso de sanación comunitaria, aún precario, aún en curso, que un arbolito de almendro que entre todos sembramos y estamos cuidando.
Lo hemos perdido tres veces: al primero, un carro lo botó, al segundo los chiquillos de la escuela lo apalearon y al tercero los perros lo secaron. Cada vez hemos empezado de nuevo tratando de corregir. Ahora la gente pasa a ver su avance y comenta lo bien que va creciendo, está verdecito y fuerte; parece que esta vez sí será.
El almendro nos devolvió la alegría de lo comunal y disfrutamos de nuevo de aquello que sin ser de nadie es de todos, pero de una forma tangible.
De hecho, en la Navidad pasada, el barrio celebró en la calle con un baile espontáneo, sin un solo incidente, más allá de la medianoche; algo muy significativo en un barrio cuyo salón comunal desapareció piedra por piedra.
Podría ser importante que desde el mundo institucional, y la academia, se haga un abordaje que permita dimensionar el daño que sufre la vida en comunidad con las nuevas formas de violencia, para, a partir de allí, construir un tutelaje más activo de ese valor (o derecho) que hoy se pierde en la vorágine de notas rojas.