
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) se encuentra en un momento crucial. La fragmentación geopolítica, las presiones fiscales y las visiones divergentes sobre la gobernanza global han forzado un debate tan difícil como necesario: cómo preservar la independencia técnica de la OCDE manteniendo, al mismo tiempo, la confianza de los miembros que la financian. Ese equilibrio determinará si la Organización sigue siendo un referente de políticas públicas o se convierte en otro escenario político más en el contexto internacional.
Las señales recientes provenientes de Washington han intensificado la pregunta. Estados Unidos, miembro fundador y actor líder, ha expresado preocupaciones directas sobre el enfoque estratégico, la eficiencia y el valor añadido de ciertos programas de trabajo de la OCDE. No se trata de un desentendimiento, sino de un llamado a la disciplina: concentrar los recursos, financieros e intelectuales, en aquellas áreas en las que el rigor analítico y la capacidad de convocatoria de la Organización mejoren de manera demostrable los resultados de las políticas, en consonancia con su convención fundacional.
Este escrutinio reaviva una vieja tensión: cómo establecer un aislamiento entre el análisis imparcial, basado en datos, y las presiones políticas nacionales, cuando la supervivencia depende de las contribuciones nacionales. La credibilidad de la OCDE siempre ha descansado en la calidad y neutralidad de su evidencia, en la revisión entre pares y en la comparación de políticas. Sin embargo, en una era de rivalidad estratégica y austeridad fiscal, la frontera entre independencia e influencia es más difícil de vigilar y más fácil de politizar.
Bajo la dirección del secretario general Mathias Cormann, la Secretaría de la OCDE ha intentado trazar un rumbo pragmático: reconocer las expectativas legítimas de los principales miembros, al tiempo que defiende la integridad del sistema de comités sustantivos que sustenta la autoridad técnica de la OCDE. La tarea no es envidiable: modernizar sin politizar, adaptarse sin capitular y hacer más eficiente su funcionamiento sin sacrificar la profundidad técnica que distingue a la Organización.
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Muchos otros miembros aún no han articulado una postura coherente. Valoran la profundidad analítica y la cultura de revisión entre pares que constituyen el ADN institucional de la OCDE, pero también reconocen que el multilateralismo contemporáneo exige responder con eficacia y rendición de cuentas a quienes sostienen el presupuesto y otorgan legitimidad política. En este contexto, la Unión Europea y sus Estados miembros han desempeñado con frecuencia un papel de equilibrio frente a las posiciones de Washington, privilegiando la deliberación, el consenso y la continuidad por sobre los intentos de alterar las narrativas o el trabajo histórico y evolutivo de la Organización.
Esto no es un llamado a renunciar a los principios, sino a preservar el propósito. La verdadera prueba no es si la OCDE puede mantenerse herméticamente independiente, sino si puede seguir siendo útil: un foro donde la evidencia, el consenso y la excelencia técnica coexistan con el realismo político. La utilidad, no la pureza, será lo que mantenga el compromiso de los miembros y la confianza en la marca OCDE.
La demanda por el sello de la Organización sigue siendo fuerte, incluso en medio de la turbulencia global. Varios países de la Unión Europea, entre ellos Bulgaria, Croacia y Rumania, han avanzado sistemáticamente en sus procesos de adhesión; en América Latina, Argentina, Brasil y Perú buscan un alineamiento más estrecho; y en Asia, Indonesia y Tailandia profundizan su vinculación.
El interés creciente desde América Latina, África y el Indo-Pacífico demuestra que las normas y la cultura de revisión entre pares de la OCDE conservan peso y prestigio más allá de su membresía tradicional.
Cinco ejes
¿Qué debería hacer, entonces, la OCDE? Una agenda de cinco ejes puede conciliar el principio con el pragmatismo.
Primero: reenfocarse en sus fortalezas esenciales. La ventaja comparativa de la OCDE reside en la calidad de sus datos, la comparabilidad de sus indicadores y su capacidad única para traducir la evidencia en estándares de política pública. Reforzar ese núcleo de indicadores sólidos, comparaciones rigurosas y revisiones entre pares permitirá a la Organización seguir influyendo en las reformas nacionales sin recurrir a instrumentos coercitivos.
Segundo: fortalecer la disciplina estratégica. Cada nueva iniciativa o programa debería responder a criterios exigentes de pertinencia e impacto, mientras que los existentes deberían someterse a evaluaciones periódicas y objetivas. Una agenda más concentrada, menos proyectos pero de mayor escala y calidad, optimizará los recursos disponibles y facilitará demostrar valor añadido ante las capitales más escépticas.
Tercero: salvaguardar la independencia donde más importa. La credibilidad de la OCDE depende de la integridad de sus estadísticas, sus estudios por país y sus revisiones entre pares. Garantizar metodologías transparentes, paneles externos de validación, cuestionarios equilibrados y documentación accesible de los intercambios fortalecerá la confianza en la Secretaría y reducirá las percepciones de sesgo político.
Cuarto: ampliar la relevancia sin diluirla. Los procesos de adhesión en curso y la red de socios estratégicos ofrecen una oportunidad para integrar economías emergentes en las discusiones normativas sobre fiscalidad, mercados digitales, comercio, inversión, financiamiento climático e inteligencia artificial. En estos ámbitos, la OCDE puede actuar como puente entre el Norte y el Sur, traduciendo la política en estándares globales aplicables.
Quinto: medir el impacto y comunicarlo. La OCDE suele ser reconocida por su método, pero no siempre por sus resultados. Es necesario reforzar los mecanismos de retroalimentación con las capitales, dar seguimiento a la implementación –no solo a la adopción– y comunicar con claridad qué ha cambiado gracias a su trabajo. La verdadera influencia se mide por los contrafactuales: qué habría ocurrido si la OCDE no existiera.
Nada de esto es sencillo ni está exento de costos. La priorización implicará decepcionar a algunos; las revisiones periódicas podrían poner fin a programas apreciados; y la defensa de la independencia técnica, en ocasiones, frustrará a capitales influyentes. Sin embargo, la alternativa es menos deseable: una misión dispersa, una agenda politizada y una pérdida progresiva de confianza.
La verdadera fortaleza de la OCDE nunca ha residido en su presupuesto, sino en su capacidad para generar ideas, asegurar comparabilidad y sostener credibilidad. Si logra proteger esos activos mientras se adapta a un entorno geopolítico y fiscal más exigente, seguirá siendo el referente mundial de la gobernanza cooperativa. Si no, corre el riesgo de ceder espacio a foros más ruidosos, pero menos rigurosos.
La disyuntiva no es entre independencia y relevancia, sino entre una relevancia disciplinada y una irrelevancia gradual. Los miembros harían bien en apostar por la primera. En un orden fragmentado, las normas y políticas públicas confiables son un bien público escaso; la OCDE aún puede proveerlo, siempre que mantenga su casa en orden. Ello exige modestia, enfoque y sentido político.
Con miras al próximo gobierno de Costa Rica
La membresía en la OCDE no debería concebirse únicamente como un espacio técnico de cumplimiento, sino como una plataforma estratégica de desarrollo nacional y modernización del Estado. La participación en los comités debe complementarse con una política activa hacia la gobernanza de la Organización: contribuir a sus debates institucionales, apoyar alianzas regionales y aprovechar la membresía para proyectar liderazgo en áreas donde el país posee credenciales reconocidas: comercio, inversión, sostenibilidad, inclusión social y gobernanza digital.
Costa Rica ya cuenta con una sólida trayectoria dentro de la Organización. El reto para la próxima administración no será comenzar de cero, sino definir con claridad cuál es el objetivo nacional de pertenecer a la OCDE y convertirlo en una proyección estratégica de Estado, conectar el trabajo técnico con los objetivos nacionales de desarrollo, priorizar la implementación interna y usar la membresía como instrumento de mejora continua, influencia técnica y reputación internacional.
La OCDE no es un foro al que simplemente se asiste; es un espacio donde se incide, se aprende, se ejerce liderazgo y se construye el futuro colectivo. Costa Rica debe asumir plenamente ese papel, con visión estratégica y sentido de propósito nacional.
Alejandro Patiño Cruz es exrepresentante permanente adjunto de Costa Rica ante la OCDE.