Las reiteradas críticas del expresidente Óscar Arias y del excandidato presidencial Ottón Solís a sus respectivos partidos políticos tienen una misma explicación: sus egos.
Pese a sus marcadas diferencias, estos connotados políticos comparten una idéntica visión de sí mismos dentro de sus agrupaciones: creerse sus dueños.
Estas figuras, que cuentan con un respaldo popular mayor al de sus partidos, en una aparente lógica electoral de largo plazo buscan desmarcarse del estado actual que atraviesan las agrupaciones a las que pertenecen, y, por ende, actúan como críticos ácidos y sistemáticos de sus partidos.
Su actitud parece estar orientada a crear una relación de dependencia de su partido hacia ellos, como si fueran los únicos redentores en este valle de lágrimas. Padecen de un complejo mesiánico latente, en el que solo Dios podría hacerlos cambiar de criterio.
Concepción egocéntrica. Esta concepción egocéntrica de la política hace comprensibles sus actitudes: si les va bien a sus partidos sin su ayuda, les molesta, y, si les va mal, es porque estas agrupaciones no solicitan ni escuchan su palabra. No comprenden que discrepar no significa desobediencia. Es claro, sin embargo, que tampoco es oportuno renegar de su experiencia, y que distanciarse de ellos, cuando se carece de bases propias, es condenarse voluntariamente al ostracismo.
El personalismo en la política debe tener sus límites, y los partidos políticos deben tener su propia vida, independientemente de la voluntad de sus líderes.
Debemos aprender a desconfiar de la extrema “sinceridad”, el dogmatismo ético y los mea culpa de los caudillos, pues eso podría ocultar fines que no necesariamente coinciden con el éxito de los partidos.
Los sistemas políticos en los que predominan los liderazgos personales o caudillistas están más cerca de una dictadura que de una democracia.