En las últimas semanas se ha incrementado la frecuencia y la potencia de los llamados a devaluar el colón, provenientes sobre todo de figuras que han ocupado puestos de Gobierno en los últimos diez años. Argumentan, en general, que depreciar el colón es fundamental para mejorar la competitividad y reactivar la economía costarricense.
El argumento es sencillo. Si producir cherevecos con una utilidad razonable cuesta ¢540, el exportador podrá cobrar un dólar por unidad. Si devaluamos, por ejemplo, a ¢600 por dólar, el chereveco automáticamente bajaría a $0,90. Esto haría, en principio, más barata su colocación en el mercado extranjero. Sencillo como es el cálculo, el argumento es terriblemente falaz.
La caída del precio del chereveco en dólares sería apenas temporal. Al devaluar el colón, las importaciones también se encarecen. Si un chunche importado vale $0,50, siguiendo nuestro ejemplo anterior automáticamente pasaría de ¢270 a ¢300 en el mercado local. Si los chunches se utilizan en la producción de cherevecos, el costo de estos últimos subirá apenas se agoten las existencias de chunches que tenían los productores antes de la devaluación.
Con la devaluación, sin embargo, no solo los chunches subirían en colones. Un chuica taiwanés que vale $5 pasaría de ¢2.700 a ¢3.000 por efecto de la devaluación. Si la mano de obra que produce cherevecos en Palmares es consumidora de chuicas taiwaneses –y de un sinfín de cachivaches importados– pronto demandará un ajuste salarial que compense su pérdida de poder adquisitivo.
En aras de contener la inflación, el Gobierno probablemente otorgará un aumento salarial menor a la pérdida de valor de la moneda, dejando más pobres a los trabajadores de las fábricas de cherevecos, pero encareciendo en colones su producción.
La ansiada competitividad inducida por una devaluación se borrará en cuestión de unos pocos meses, pero el empobrecimiento de los trabajadores –de todas las personas que dependen de un salario– será permanente.
Si también Tailandia exporta cherevecos, bastará con que ese país devalúe su moneda para que el efecto de “competitividad” inducido por nuestra propia devaluación se esfume. En otras palabras, si la espiral inflacionaria local no erosionara los “beneficios” de la devaluación en poco tiempo, estos subsistirán hasta tanto otros países con los que competimos no devalúen (o vuelvan a devaluar) sus monedas.
El pobre desempeño de la economía costarricense no puede ser achacado al comportamiento del tipo de cambio. Nuestro país tiene serios retos por resolver en materia de competitividad, que le restan dinamismo a la economía. Sin embargo, como lo ejemplifiqué en los párrafos anteriores, es un error pretender que la devaluación mejorará la competitividad de los productores nacionales.
Devaluar es la salida fácil, porque crea una falsa ilusión de competitividad cuyos beneficios serán apenas temporales, pero cuyos daños serán permanentes: mayor inflación, una erosión generalizada del poder adquisitivo y un empobrecimiento de los segmentos medios y bajos de la población, que no tienen otros ingresos más que los salariales.
Más aún, devaluar permite seguir postergando las grandes decisiones que nuestro país ha dejado de tomar, por lo cual sufrimos atrasos de más de 20 años en áreas cruciales para el desarrollo económico.
La competitividad se logra mediante la mejora regulatoria, la inversión en infraestructuras productivas y de bienestar social, y la educación de la población y capacitación permanente de los trabajadores, entre otros factores.
Debilidades. El Reporte de Competitividad Global 2015 – 2016 del Foro Económico Mundial encontró que los seis factores más problemáticos para la conducción de negocios en nuestro país son, en orden de importancia, la ineficiencia de la burocracia estatal, una infraestructura inadecuada, las elevadas tasas impositivas como proporción de las utilidades de las empresas, el acceso al financiamiento, las regulaciones restrictivas al empleo y la complejidad de las regulaciones tributarias.
Dicho reporte colocó a Costa Rica en el puesto 103 (entre 140 naciones evaluadas) en la calidad de la infraestructura de transportes en general, 115 en la calidad de sus carreteras y 109 en puertos.
Entre el 2008 y el 2015, Costa Rica cayó de un mediocre puesto 72 en el peso de la carga regulatoria, a un abismal puesto 118. La caída es aún más abrupta en la medición del desperdicio en el gasto gubernamental, al pasar del puesto 41 en el 2008, al puesto 118 en el 2015.
Peor aún, en lo que respecta a nuestro desteñido trapito de dominguear, el sistema de educación pública, en esos mismos años caímos del puesto 11 al 101 en el porcentaje neto de matrícula en la educación primaria.
Otros rubros en los que destacamos de manera negativa este año son la proporción de mujeres en la fuerza laboral (posición 115), equilibrio fiscal (124), facilidad de acceso al crédito (117), y la fortaleza de la protección a los inversionistas (138). En este último rubro, el reporte Haciendo Negocios 2015, del Banco Mundial, colocó a Costa Rica en el puesto 181 entre 189 países evaluados.
Estos son los problemas que año tras año diferentes estudios han señalado como debilidades de nuestro país. Es evidente que ninguno de ellos se resuelve devaluando la moneda, política que, habiéndose seguido de manera sostenida durante más de 25 años, no pudo contener el deterioro en los indicadores reseñados.
Beneficio para pocos. No haber instaurado a tiempo las reformas necesarias para mejorar la competitividad nos está costando caro, y la solución no puede ser un artilugio para seguir posponiendo esas decisiones.
Devaluar fue necesario en su momento para salir de la crisis de principios de los años 80, pero fue un error basar el modelo de desarrollo en sostener la competitividad a través devaluaciones sucesivas.
En vez de resolver los problemas de competitividad, los políticos mercantilistas optaron siempre por la salida fácil que les beneficiaba electoralmente: devaluar la moneda. Lo mismo nos recetan ahora, para seguir el patrón de los últimos 30 años: el Gobierno escogiendo por medio de su política cambiaria a los ganadores (exportadores y banqueros), a expensas de la gente más pobre. Parecen no darse cuenta de que, si bien el modelo de desarrollo ha generado tasas de crecimiento que se encuentran entre las más altas de América Latina en los últimos 20 años, el nivel de pobreza permanece estancado y la desigualdad ha venido en aumento.
Curiosamente, quienes hoy insisten en devaluar son quienes más se quejan de la creciente desigualdad. Pero no importa. Los mismos que por mero cálculo clientelista piden devaluar – basta con ver quiénes financian sus campañas electorales–, luego vienen a recetar más impuestos para que, supuestamente, el Estado corrija la distorsión que él mismo creó con sus políticas mercantilistas. Y que siga la fiesta.
Eli Feinzaig es economista, miembro de la Plataforma Liberal Progresista.