Aristóteles distinguía tres formas puras o perfectas de gobierno y tres formas impuras o corruptas.
Dentro de las primeras, la monarquía, la aristocracia y la democracia. Las formas corruptas o degeneradas de las perfectas son respectivamente la tiranía, la oligarquía y la demagogia.
Cada una de estas formas degeneradas deriva de la corrupción de una de las formas puras. Una corrupción que es producto de la debilidad intrínseca de cada forma pura de gobierno debido a la imperfección de los hombres y las mujeres.
Está claro que solo hay un motivo por el cual el monarca se convierte en tirano. La misma razón por la que la aristocracia degenera en oligarquía cuando los gobernantes solo atienden sus propios intereses. La misma razón por la que una democracia degenera en una demagogia o en la dictadura de un sector de la sociedad sobre otro, minoritario o no. Porque se puede. Y mientras se pueda, tarde o temprano se hará. De la misma manera la degeneración de la democracia es inevitable mientras no se establezcan los mecanismos para controlar a los gobernantes.
El populismo reniega de las instituciones y reemplaza al partido político democrático por una simbiosis entre este y el líder carismático que termina devorando al partido y sometiéndolo a la voluntad del líder. Luego el líder es el partido y su palabra es ley.
De esta forma, la elección del líder, en lugar de la de un partido político, se convierte en la elección popular de un dictador que en representación del pueblo está dispuesto a asumir la suma del poder público. Porque solo él y nadie más que él puede interpretar y atender las necesidades del pueblo y protegerlo de sus enemigos externos e internos.
El poder es una tentación irresistible hasta para el mejor de los hombres, más aún si este es un líder carismático deificado por las masas. El camino al poder se cimenta debilitando las instituciones y eliminando los mecanismos de control de los gobernantes. Las mismas instituciones que en una república previenen que la democracia degenere en una demagogia o en una tiranía. Libre de todo control, tarde o temprano ocupará el trono el demagogo o el tirano. Porque puede. Porque no habrá nada que se lo impida.
Una enfermedad autoinmune es una en la que el sistema inmunitario ataca las células sanas. De la misma forma que un organismo vivo tiene un sistema inmunitario que lo defiende de ataques externos de virus y bacterias, la república tiene leyes e instituciones para contrarrestar los ataques contra la democracia. Pero son a menudo insuficientes para combatir una enfermedad que arremete contra el sistema desde adentro, particularmente cuando la democracia acumula deudas con la sociedad y lleva mucho tiempo fracasando en dar respuestas.
Aprovechando la debilidad de su sistema inmunitario, el populismo ataca la democracia como una enfermedad autoinmune a un organismo vivo, desde adentro. El populismo es la enfermedad autoinmune de la democracia. Una enfermedad sistémica y a menudo terminal. Véanse Venezuela y Nicaragua.
La república es la única vacuna que existe para evitar que la democracia enferme y degenere. Si la perdemos, más temprano que tarde perderemos la democracia. Sin república, la democracia queda a merced del tirano. No se trata de elegir república o populismo. Es democracia o populismo.
La democracia costó mucha sangre como para perderla por no tener claro entre qué cosas estamos optando. Hacen falta república e instituciones fuertes para preservar la democracia. Mientras no las tengamos, parafraseando a Mariano Moreno, nuestro destino será mudar de tiranos sin destruir la tiranía.
El autor es físico.