N ada nos tendría que asustar en estos tiempos, pero no estaría mal preguntarnos acerca de nuestra honestidad con respecto a los valores que defendemos. Por ejemplo, ¿aceptamos nuestros valores tradicionales o preferimos exportar cosas de otros mundos y sociedades solo por el afán de ser esnobistas? ¿Realmente renunciaríamos a la riqueza para salvaguardar la naturaleza? ¿Queremos que los pobres dejen de serlo y ofrecer parte de nuestras ganancias a desarrollar proyectos para su progreso? ¿Nos une la solidaridad o preferimos el consumismo? ¿Somos pacíficos u optamos por la agresión, la violencia y el odio cuando nos conviene? ¿Hemos renunciado a las armas como medio eficaz para nuestra defensa?
Si vemos las noticias, si somos objetivos de frente a nuestra realidad cotidiana, mucho de lo que arriba se presenta como interrogante, ya estaría respondida y con creces. Sin embargo, sabemos por experiencia que no toda la realidad costarricense es tan hipócrita. Hay mucha gente buena y racional, el problema es si esas personas son realmente actores políticos de relevancia.
Aquí entendemos lo político de una manera amplia: como una acción tendiente a transformar activamente y conscientemente la vida social, en vista de un proyecto compartido. Construir una nación no puede ser un proceso vehiculado por un debate ininterrumpido de opiniones pseudogrupales, que enmascaran intereses mezquinos. En primer lugar, porque eso no es democracia; es demagogia. Y, en segundo lugar, porque la división entre discurso y vida práctica nos hace caer en la paranoia.
Trampa. Si la radicalidad ecológica cede paso a la conveniencia económica, incluso dentro del sistema judicial, es que hemos caído en la trampa del formalismo legal y dejado atrás el altruismo ético.
No es posible el desarrollo humano sin un compromiso valiente y decidido por salvaguardar la tierra. Igualmente, creer poder librarnos de la violencia con las armas es tan ilusorio, que lo único que ha producido esa lógica son muertes tan injustas como absurdas. El ejemplo no los da EE. UU., donde parecen crecer en terreno fértil los deseos homicidas, incluso en las personas que pensaríamos más inocentes. Y ni qué decir de la atracción enfermiza del narcotráfico como salida económica eficiente: tantos asesinatos solo porque hay gente que compra y usa la droga con la misma facilidad con la que se mira en la televisión un partido de fútbol.
Los ejemplos sobran. La tentación económica nos carcome la conciencia, porque por un poco de pesos podemos comprar cosas que realmente no necesitamos, pero que se convierten en ídolos a los cuales adorar, a cambio de un poco de felicidad. La realidad, empero, siempre nos pasa la factura del consumo y del abuso.
Avaricia. La naturaleza (e incluso me atrevería a afirmar que la estructura del poder, cualquiera que este sea) está fuertemente atada a la ley del talión, no hay mucho que pensar en ese sentido. Con todo, el mal más desgarrador de nuestro tiempo es, sin duda, la avaricia.
Nos hemos olvidado de El tacaño de Molière y de sus enseñanzas, o de Un enemigo del pueblo de Ibsen, o de Fuenteovejuna de López de Vega: lectura censurada en nuestros días, aun cuando se nos presentó hace unos años la obra de Ibsen sin mayores comentarios como un avance educativo, que no tuvo mayor incidencia porque el estudiantado no debe pensar, ni dejar que los profesores desarrollen en ellos el pensamiento crítico. Si es que estos últimos lo tienen.
El problema es el inmediatismo con el que resolvemos todo. El proceso hacia la profundidad del pensamiento y la recomposición de la praxis quedan siempre en segundo lugar. Lo cívico termina siendo banal; la urbanidad, una quimera de antaño; la sensatez, una gran mentira; y la objetividad, una imposibilidad. En fin, el “resolver a lo cubano” nos infecta en Occidente, por más que nos guste ser llamados “sociedad libre y democrática”.
Los nacionalismos populistas de hoy son, en verdad, reclamos de individualidades doloridas y sin oportunidades. Pero los sueños de grandes naciones autónomas no rigen más en un mundo como el nuestro.
Las proclamas populistas encienden la esperanza de ganancia económica para todos, pero en realidad son funcionales a intereses muy alejados de las necesidades populares. El voto hacia los populismos es mejor interpretarlo como protesta de parte de las clases más necesitadas, el problema es que las decisiones políticas no son participativas, porque esa gran masa electoral no estará nunca representada efectivamente
Cambio de valores. Es triste que nos gobierne el deseo de tener más recursos económicos para ser mejores consumidores; mientras que menospreciamos compartir con otros lo que tenemos, por considerarlo una debilidad.
La falta de compromiso político a escala comunal es una clara muestra de ese cambio de valores. Más el individuo es importante, menos significativa la familia, la sociedad, el mundo, la naturaleza… Solo subsiste el deseo irrefrenable y la gula desmedida.
Si guardamos silencio ante tal barbarie, reconocida y experimentada por todos, es porque hemos cedido a la tentación económica y hemos perdido el deseo de radicalidad humana.
El autor es franciscano conventual.