Que el sistema penal es profundamente clasista nadie lo pone en tela de juicio, aunque a veces exista la sensación de que es algo tácitamente aceptado porque encararlo es muy problemático o, quizás, inútil.
Las medidas cautelares impuestas por una jueza a los funcionarios y empresarios millonarios sospechosos de haber diseñado una estructura delictiva con el fin de obtener contratos amañados desataron, según lo que uno percibe en las redes sociales, una ola de enfados e indignación.
La estupefacción ante la posibilidad de que unos cuantos se hayan enriquecido a través de una red de sobornos provoca arcadas, sin duda. No obstante, hay que decir algo que en momentos de tanta efervescencia resulta muy impopular: la rabia colectiva no va a reemplazar al Estado y quienes tienen la responsabilidad política deben ser especialmente prudentes.
Alimentar la desconfianza en el Poder Judicial mediante especulaciones y populismo solo logrará debilitar, aún más, la robustez de instituciones tan venidas a menos, justamente, debido a acontecimientos como el caso Cochinilla.
Conducta nociva para la sociedad. Conviene, por tanto, algo de pedagogía, la única forma de conjurar el riesgo de que las teorías conspirativas se enquisten y extiendan, porque también son muy dañinas.
En una sociedad democrática, restringir la libertad de movimiento es, como norma de principio, una excepción. Las personas son encarceladas solo si una sentencia condenatoria así lo dispone.
Ahora bien, cuando un proceso comienza, las autoridades están facultadas para fijar medidas cautelares con el propósito de asegurar que el sumario finalice con el dictado de una resolución, que decida la culpabilidad o inocencia del acusado. Prevenir fugas u obstrucciones del trámite procesal es su razón de ser.
Pero las medidas cautelares no son el juicio ni la sentencia definitiva. Más aún, las medidas, como sucederá ahora, serán revisadas por un juez superior.
Faltaría más que el Poder Judicial no rinda cuentas, pero defender, por un lado, la independencia de los jueces como elemento central de las democracias liberales y, por el otro, poner el grito en el cielo porque una jueza no decidió según las pulsiones de Facebook o Twitter, es una contradicción mayúscula.
Me cuesta entender a quienes se sienten con más solvencia para verter opinión respecto a qué hacer que la propia funcionaria dedicada más de una semana a escuchar los argumentos de los fiscales y abogados defensores.
Confianza en el sistema. En cualquier caso, las preguntas de fondo son por qué hemos normalizado que al carterista o al vendedor de drogas al menudeo se les ordene prisión preventiva casi como una regla y por qué los jueces no son conscientes del impacto que esto produce en el sistema penitenciario y, más relevante aún, en la credibilidad del sistema político.
Hace unos días conocí el caso de un hombre procesado por vender 0,2 gramos de marihuana al que el Tribunal de Heredia le fijó seis meses de prisión preventiva. No hay forma de no considerarla una decisión brutalmente desproporcionada.
Una relativa desconexión con la realidad es un mal de casi todos los aparatos de justicia, pero la judicatura no puede abstraerse tampoco del contexto en el que se desenvuelve. Esa sí que es una tarea que le compete exclusivamente.
Vivimos en una región cada vez más convulsa, solo en El Salvador y Nicaragua sus presidentes ya han demostrado un talante autoritario que evoca las peores épocas de los años ochenta.
Nos hacemos un flaco favor si agrietamos la confianza de la ciudadanía esgrimiendo especulaciones y dando pábulo a los comicastros y conspiranoicos que disparan contra cuanta cosa se les ponga delante por puro cálculo electoral, que es el caldo de cultivo de los autoritarismos redentores que con tanto pesar hemos visto recorrer América Latina. Y en los tiempos actuales, de eso sobra.
Una cosa es criticar a los jueces —y utilizar las herramientas proporcionadas por el ordenamiento jurídico para atacar sus decisiones— y otra sugerir, sin pruebas, apaños y componendas como las que se investigan, pero esta vez en los juzgados.
No son descartables, por supuesto; sin embargo, mientras no haya elementos objetivos para afirmarlo, es demagogia pura y dura.
Requerimos un proceso transparente y expedito. Pero, al mismo tiempo, confianza y jueces independientes. Encontrar el punto de equilibrio es acaso el desafío más grande y, con toda seguridad, el antídoto contra quienes preferirían incendiarlo todo.
El autor es exministro de Justicia.