No es fácil hablar de la humildad en el mundo occidental, porque si bien todos la considerarían un valor, pocos estarían dispuestos a optar por ella. No es una extraña paradoja, es solo el resultado de una convicción profunda, nacida del ansia de sobresalir en la competencia de la vida.
Todos emulamos a los grandes héroes y campeones, a las personas que alcanzan grandes riquezas y honores porque estamos acostumbrados a pensar que el éxito significa poder y felicidad.
No es así, porque tener poder implica obtener una posición, un prestigio, un reconocimiento y, por tanto, crear razones subjetivas y banales para ser petulantes. Por eso, nos fascinan las personalidades autosuficientes, quisiéramos ser insensibles como ellos, fríos para usar la razón, incapaces de dejarse doblegar por sus emociones que nos podrían obligar a vivir valores no funcionales al estrellato. La frialdad, de cualquier tipo, nos hace sentir cómodos y potentes.
La humildad, por eso, no es en realidad un valor al cual se aspire. Primero, porque implica ser consciente de alguna debilidad.
Segundo, porque ser humilde supone reconocer que no se posee la verdad o, mejor, que ni siquiera se tiene idea de la manera en la cual se tiene que orientar la búsqueda sincera y profunda del sentido de la vida.
Tercero, porque asumir su vivencia implica prestar atención al otro, aunque de primera mano nos insulte y considere de una condición inferior.
Cuarto, porque nos obliga a recomenzar siempre, a sopesar las ideas, a cambiar de opinión al descubrir argumentos más convincentes, a no dejarse obnubilar de las propias ideas o convicciones, a reconocer la inteligencia superior o más creativa, o a dejar que otras realidades, sentimientos o emociones humanas “afecten” nuestro pensar y opinar.
Quinto, y es lo más importante, porque no se puede ser racional sin ser humilde y necesitado de los demás.
Nunca es suficiente. No hay duda, solo los seres humanos de gran altura son humildes, porque ellos son los únicos que pueden inspirar el cambio, promover la ciencia y el conocimiento, ayudar a otros a sentirse personas y ser buenos líderes.
La arrogancia, el ejercicio del poder despótico, el egoísmo, la intolerancia y la ceguera intelectual son todos miembros de la misma familia de apellido “estupidez”. Por eso, la humildad nunca es suficiente, es necesario crecer en ella, en la medida en que ahondamos en nosotros mismos.
El problema, sin embargo, radica en esta última premisa. ¿Cómo llegar a la convicción de que la humildad es necesaria? Parece ser que ese grado de sabiduría humana solo se alcanza cuando se descubre la propia insuficiencia y se experimenta la falta de eficacia del comportamiento opuesto.
Si esto es cierto, nuevamente nos encontramos en una encrucijada porque solo cuando una persona pretende ser coherente con la responsabilidad que tiene con el mundo que le rodea (es decir, el ámbito humano, el de las relaciones personales, sociales, políticas y económicas) es cuando se hacen evidentes sus falencias.
La verdad es que en nuestro tiempo difícilmente se promueve ese compromiso. Ya no existe la solidaridad como principio rector de las empresas humanas, sino que prevalece el éxito individual sobre la conveniencia del colectivo.
Un mal más sutil. No está mal promover a las personas, el problema es definir el para qué hacerlo. En nuestras sociedades occidentales, el para qué de una vida está cada vez más referido al ideario de compañías privadas cuyo objetivo es el lucro. Y no es que lucrar sea negativo, todos tenemos que sobrevivir, pero cuando el lucro se vuelve el leitmotiv de nuestras acciones, se pierde la perspectiva del bienestar del otro.
Pero existe un mal más sutil, mucho más nefasto, la satisfacción personal absolutizada: la vida burguesa entendida como plenitud de vida y goce espiritual.
No importa si son las relaciones amorosas o políticas o económicas o culturales o étnicas, cuando se catalogan en función del me gusta/no me gusta, nacido del egoísmo simple y llano, se transforman en conflictos de difícil resolución.
Hoy protestamos por todo, criticamos todo, esperamos de todo y soñamos con más. Pero poco nos preguntamos cómo podemos ofrecer soluciones, proponer proyectos realizables, ayudar a construir algo desinteresadamente y tener una utopía como nación.
En otras palabras, nos falta humildad para reconocer que la vida más allá de nosotros, que hay situaciones que podemos producir que afectan a los demás, y que podemos destruir una vida, tan parecida a la nuestra, solo porque nos pretendemos superiores.
Más avanza la civilización marcada por el individualismo, más violenta se vuelve, más irracional y mucho más pasional, más crecen los extremismos y la tolerancia se destruye.
Basta con ver cuánto dolor surge alrededor de una persona prepotente, entre sus familiares y amigos, cuánta soledad produce en quién es así, cuánto sufrimiento a las víctimas que deja y cuán infelices termina haciéndonos.
Arrogancia. El prepotente y arrogante debe siempre justificarse, encontrar algo nuevo sobre lo cual afirmarse, buscar con desesperación argumentos que lo hagan ver invencible. Nada más irreal y mentiroso, porque quien sabe razonar comprende que no siempre su pensar es inteligente u objetivo.
El arrogante siempre pierde en la carrera hacia la victoria, porque otro aparecerá más creativo e inteligente, con ideas más nuevas e innovadoras, con carismas más atrayentes que el suyo.
Al final, en un mundo tan competitivo, será hecho a un lado, sea porque no alcanza los estándares requeridos, sea porque el poder alcanzado por otros termina por dejarlo fuera de juego.
Nunca basta el crecimiento en la humildad, porque con ella maduramos y nos hacemos fuertes para superar las adversidades. Quien se interroga sobre su falta de humildad, pone en cuestión toda su persona y busca el camino que lo haga una persona más justa y buena. Solo quien tiene la total seguridad de su inseguridad, puede pensar con objetividad y dar al mundo un poco de esperanza.
El autor es franciscano conventual.