No pretendo terciar ni enervar la entrañable amistad que han trabado Jacques Sagot y Hernán Medford. Sobre todo por lo poco que sé yo de fútbol y lo mucho que saben ellos.
Lo mío aquí va por otro lado. A contramarea, que es como le gusta navegar a todo polemista, me voy a permitir hacer algo que casi nunca se ve. Algo que riñe con los códigos no escritos de la idiosincrasia criolla: reconocer y citar. En una palabra: homenajear.
Y no es que uno no vea citas de cuando en cuando. Pero al ajustar la mira se identifican citas a extranjeros o ticos que viven en el extranjero. Pero jamás, salvo por error, a un compatriota anclado a su sede natal.
Rara avis, fuera de ciertas empatías interesadas, que alguien cite a alguien en estas páginas. Mucho menos que se le reconozca una tesis fresca o valiente, para colmo, bien expuesta. Suscrita sin otro cálculo que el de decir verdad, duela a quien duela.
Hitos. Cuando leí aquello del “Mediocre empoderado” pensé: ¡Por fin alguien más se atrevió! Pero también supuse que le iban a “dar duro”.
Curiosamente, es uno de los únicos dos artículos de opinión recientes que pasaron a ser best sellers durante varios días, integrando la lista de “los más leídos” de La Nación.
El otro, también muy bien escrito, defendía a la modelo Melissa Mora ante el acoso social, visto como subproducto de la envidia individual, a su vez, la más franca e inequívoca declaración de inferioridad con que elevan las envidiosas a las envidiadas (“Nosotras”, Adriana Sánchez, La Nación, mayo del 2015)
Resulta que Sagot no se limitó, al hablar en aquel artículo de “esta chanfaina de país”, a denunciar que “los delfines y chimpancés utilizan un código sígnico más rico, más complejo que el del costarricense. Nos hemos hundido a un nivel subcetáceo y subsimiesco: ¿Contentos, por fin, con lo que han logrado, amigos?”.
A esta altura pensé: ¡Qué bárbaro Jacques! Y, acto seguido, les juro que iba a recomendarle una buena empresa de guardaespaldas, preocupado de que fuera a terminar con el piano de corbata.
Fue entonces cuando topé con su sentencia final, aún más apocalíptica: “Costa Rica avanza vertiginosamente hacia un estado terminal”. Ya cuando lanzó esa bomba atómica me dije: “Ahora sí se pasó. Este se lanzó a una piscina repleta de hienas, untado de paté”.
Secuela. Lo más increíble de este recuento de daños es que sobrevivió a ese piscinazo crítico. Y no contento con eso, para nuestra grata sorpresa, volvió a la carga aún más confiado, recetándonos su segunda entrega: “Costa Rica descerebrada”.
Ahí fue más a fondo y no menos mordaz al hablar de la “imbecilización colectiva”, perfilando el summum quid del asunto al sostener que “Costa Rica ya no sabe pensar.
Era la consecuencia inexorable de no saber leer ni escribir”: una “Costa Rica comatosa, Costa Rica trepanada, Costa Rica sometida a la lobotomía prefrontal”.
Hace unos 15 años hice lo propio y, desde esta plazoleta intelectual, lancé un artículo igualmente crítico, titulado “Macondo”. Y conduje el argumento aduciendo que lo peor del caso, lo realmente alarmante, después de tanta evidencia del reinado de lo superfluo, es que “aquí nunca pasa ni ha pasado nada”, reflejo fiel de la tragedia macondiana en su máxima expresión, que se da cuando pese a que pasa todo, no pasa nada.
Serruchar. Pueden llover críticas discursivas tan estruendosas y lápidas argumentales así de pesadas, que nadie siquiera comenta. Mucho menos cita. Eso aquí no se hace. Es mal visto elevar.
Superlativamente bien visto en cambio: serruchar. Menos aún organizar o invitar a un programa serio y desembarazado de esa prensa y ese sistema educativo que, volviendo a Sagot, “se han sumado a las filas de la estupidización y constituyen con ellas un frente estrictamente solidario y sistemático” que, para seguir concediéndole el rol protagónico aquí –más que bien ganado he de decir–, se ha entregado sin resguardo ni ciencia a lo que él da en llamar la “cultura de los sucesos, de las causas célebres, de los affaires escandalosos, de lo contingente, concreto, personal, del más reciente desatino gubernamental, del último partido (de fútbol)”.
Hace algunas semanas, sumé “Zombis” al prontuario crítico. Artículo basado en algunas experiencias no muy lejanas que quise dibujar en el horizonte de este Macondo aciago al que nos toca defender desde la conciencia crítica: “Ahí se agota su humanidad apocada: en la mera apariencia. No hay más que instinto en esa cabeza hueca, sin ideales, sin ética, sin iniciativa ni valentía. Es decir, sin nada de lo que realmente importa en la vida. Sin hálito de lo que ciertamente, transforma la vida. Es más, sin nada de lo que hace que la vida sea vida.
Mantenerse o conservar su estatus y, para eso, comerse a los prójimos que se propongan transformar la realidad de las cosas y se atrevan en pos de ello, a pensar y hacer. Y, por esa vía, a amenazarlos imperdonablemente. En síntesis, los zombis son pro statu quo. Son hiperconservadores, por así decirlo”.
“La crítica al propio país es el primer deber de todo buen patriota”, suponía, Martí. La crítica ha de anteponerse al caos. Si no, ¿para qué? ¡Bien hecho, Jacques!
El autor es abogado.